REAL MADRID-4- AT.MADRID-1-,.Resultado Final,.
Una fiesta que vale por diez,.
Delirio en Cibeles de madrugada y más celebraciones hoy en el Ayuntamiento, la Comunidad de Madrid y el Bernabéu,.
Fiestón en Cibeles
con la Décima. La euforia entre el madridismo tras el triunfo ante el
Atlético fue total. No importaron las seis horas de espera. Era una
noche histórica, y como tal lo celebró la plantilla del Real Madrid con
los miles de aficionados madridistas que aguantaron hasta casi el
amanecer. Los jugadores del Real Madrid saldrán en torno a las 20:00 horas de Valdebebas en un autocar que les llevará al Ayuntamiento de Madrid, en la plaza de Cibeles, y a la sede de la Comunidad, en la Puerta del Sol. A continuación, la plantilla madridista se dirigirá al Bernabéu para ofrecer el título a sus seguidores a partir de las 21.30 horas.
La expedición del Real Madrid llegó a la Plaza de Cibeles casi a las
seis de la madrugada para celebrar junto a sus aficionados la ansiada
Décima. Sergio Ramos fue el principal animador de la fiesta del Madrid y
devolvió a los jugadores del Atlético su cántico tras ganar la Liga.
El Real Madrid ya tiene su décima Champions.
El ansiado título tardó 12 años y 125 minutos en llegar. El Atlético de
Madrid se adelantó en el marcador y acariciaba la Copa de Europa que se
le escapó ante el Bayern hace 40 años, pero de nuevo un gol en el
último minuto frustró a los colchoneros. Sergio Ramos mandó el partido a la prórroga en el 93 y el Madrid aprovechó la fatiga extrema de su rival para sentenciar con los goles de Bale, Marcelo y Cristiano Ronaldo.
En un partido más tenso que bonito, el Atlético apenas se acercó con peligro al área de Casillas,
que falló de manera gruesa cuando Godín cabeceó una segunda jugada tras
un córner rojiblanco. Pero, a pesar de volver a perder por lesión a
Diego Costa, supo gestionar su ventaja en el primer tiempo y buena parte
del segundo. Sin embargo, cuando el Madrid se volcó con todo, con
Modric e Isco como manijas en el centro del campo y sin mediocentro
defensivo. No lo pudo aprovechar el equipo de Simeone, agotado,
extenuado. El Madrid embotelló al Atlético
pero no acababa de acertar. Hasta que de nuevo Sergio Ramos, salvador
como ante el Bayern, cabeceaba un córner para empatar en el 93. En la
prórroga no hubo debate. Tardó en acertar Bale tras parada de Courtois
ante Di María. Marcelo sentenció y Cristiano Ronaldo aprovechó un
penalti de última hora para maquillar su pésimo partido con una
celebración excesiva.
La final de la Champions se jugó más en la pizarra. El Real Madrid
tuvo más la pelota pero muy pocas ideas. El Atlético tenía una idea muy
clara pero apenas pudo llevarla a cabo. Le faltó presencia en campo
ajeno al equipo de Simeone, lastrado por la ausencia de Arda Turan y por
la tempranera recaída de Diego Costa. Con Khedira como gran novedad en
el centro del campo, el Madrid controló el juego pero sin profundidad.
Pudo cambiar todo con la ocasión de Bale en el ecuador del primer acto,
tras un error de Tiago, pero el galés no definió ante Courtois con todo a
favor. Poco después, el Atlético sí aprovechó un error del rival.
Córner para el equipo colchonero, primer despeje, Casillas sale al
segundo intento y Godín le supera en su mala salida.
Al Madrid se le vino el mundo encima. Era el panorama deseado por el Atlético,
que dominó el tramo final del primer tiempo con Koke como referencia.
Tras el descanso amenazó sentencia. Como hizo ante el Barcelona, el Atleti
cambió de ritmo en la presión y amenazó ahogar al Madrid. Adrián se
afiló en el mano a mano y generó un par de llegadas peligrosas. Entre
líneas maniobró Villa, muy trabajador y fino en el primer pase de
contragolpe. Pero no mató el partido porque apenas tuvo ocasiones. Movió ficha Ancelotti y el partido cambió.
Entraron Marcelo e Isco por Coentrão y Khedira. Cambios que parecían romper el equilibrio del Real Madrid
pero surtieron el efecto contrario. El Atlético se metió en su campo y
no tuvo piernas para salir. Cristiano y Bale amenazaron el empate, que
tardó en llegar hasta el 93. Lo cazó Ramos y la prórroga fue un tormento
para los colchoneros, agotados. Di María rompió en la primera parte de
la prórroga, se escapó de todos pero paró Courtois. En el segundo palo
lo cazó el rechace Bale. Era el minuto 110 y ya no había vuelta atrás
para un Atlético sin respuesta. Llegaron los goles de Marcelo y de
Cristiano para completar un castigo excesivo sobre los rojiblancos. La
décima era del Madrid.
4 - Real Madrid: Casillas; Carvajal,
Ramos, Varane, Fabio Coentrao (Marcelo, m. 59); Modric, Khedira (Isco,
m. 59), Di María; Bale, Benzema (Morata, m. 79) y Cristiano.
1 - Atlético de Madrid:
Courtois; Juanfran, Miranda, Godín, Filipe Luis (Alderweireld, m. 82);
Raúl García (Sosa, m. 66), Tiago, Gabi, Koke; Villa y Diego Costa
(Adrián, m. 9).
Goles: 0-1, m. 36: Godín aprovecha con la cabeza
un fallo en la salida de Iker Casillas. 1-1, m. 93: Sergio Ramos remata
de cabeza un saque de esquina. 2-1, m. 110: Bale cabecea un rechace de
Courtois tras una jugada de Di María. 3-1, m. 118: Marcelo, con un tiro
cruzado. 4-1, m. 120: Cristiano, de penalti.
Árbitro: Bjorn Kuipers (Holanda). Amonestó a Raúl
García (m. 27), Miranda (m. 52), Villa (m. 72), Juanfran (m. 74), Koke
(m. 86) y Gabi (m. 99), por el Atlético de Madrid, y a Sergio Ramos (m.
27) y Khedira (m. 45), por el Real Madrid.
El Real Madrid ya tiene su décima Champions.
El ansiado título tardó 12 años y 125 minutos en llegar. El Atlético de
Madrid se adelantó en el marcador y acariciaba la Copa de Europa que se
le escapó ante el Bayern hace 40 años, pero de nuevo un gol en el
último minuto frustró a los colchoneros. Sergio Ramos mandó el partido a la prórroga en el 93 y el Madrid aprovechó la fatiga extrema de su rival para sentenciar con los goles de Bale, Marcelo y Cristiano Ronaldo.
En un partido más tenso que bonito, el Atlético apenas se acercó con peligro al área de Casillas,
que falló de manera gruesa cuando Godín cabeceó una segunda jugada tras
un córner rojiblanco. Pero, a pesar de volver a perder por lesión a
Diego Costa, supo gestionar su ventaja en el primer tiempo y buena parte
del segundo. Sin embargo, cuando el Madrid se volcó con todo, con
Modric e Isco como manijas en el centro del campo y sin mediocentro
defensivo. No lo pudo aprovechar el equipo de Simeone, agotado,
extenuado. El Madrid embotelló al Atlético
pero no acababa de acertar. Hasta que de nuevo Sergio Ramos, salvador
como ante el Bayern, cabeceaba un córner para empatar en el 93. En la
prórroga no hubo debate. Tardó en acertar Bale tras parada de Courtois
ante Di María. Marcelo sentenció y Cristiano Ronaldo aprovechó un
penalti de última hora para maquillar su pésimo partido con una
celebración excesiva.
La final de la Champions se jugó más en la pizarra. El Real Madrid
tuvo más la pelota pero muy pocas ideas. El Atlético tenía una idea muy
clara pero apenas pudo llevarla a cabo. Le faltó presencia en campo
ajeno al equipo de Simeone, lastrado por la ausencia de Arda Turan y por
la tempranera recaída de Diego Costa. Con Khedira como gran novedad en
el centro del campo, el Madrid controló el juego pero sin profundidad.
Pudo cambiar todo con la ocasión de Bale en el ecuador del primer acto,
tras un error de Tiago, pero el galés no definió ante Courtois con todo a
favor. Poco después, el Atlético sí aprovechó un error del rival.
Córner para el equipo colchonero, primer despeje, Casillas sale al
segundo intento y Godín le supera en su mala salida.
Al Madrid se le vino el mundo encima. Era el panorama deseado por el Atlético,
que dominó el tramo final del primer tiempo con Koke como referencia.
Tras el descanso amenazó sentencia. Como hizo ante el Barcelona, el Atleti
cambió de ritmo en la presión y amenazó ahogar al Madrid. Adrián se
afiló en el mano a mano y generó un par de llegadas peligrosas. Entre
líneas maniobró Villa, muy trabajador y fino en el primer pase de
contragolpe. Pero no mató el partido porque apenas tuvo ocasiones. Movió ficha Ancelotti y el partido cambió.
Entraron Marcelo e Isco por Coentrão y Khedira. Cambios que parecían romper el equilibrio del Real Madrid
pero surtieron el efecto contrario. El Atlético se metió en su campo y
no tuvo piernas para salir. Cristiano y Bale amenazaron el empate, que
tardó en llegar hasta el 93. Lo cazó Ramos y la prórroga fue un tormento
para los colchoneros, agotados. Di María rompió en la primera parte de
la prórroga, se escapó de todos pero paró Courtois. En el segundo palo
lo cazó el rechace Bale. Era el minuto 110 y ya no había vuelta atrás
para un Atlético sin respuesta. Llegaron los goles de Marcelo y de
Cristiano para completar un castigo excesivo sobre los rojiblancos. La
décima era del Madrid.
4 - Real Madrid: Casillas; Carvajal,
Ramos, Varane, Fabio Coentrao (Marcelo, m. 59); Modric, Khedira (Isco,
m. 59), Di María; Bale, Benzema (Morata, m. 79) y Cristiano.
1 - Atlético de Madrid:
Courtois; Juanfran, Miranda, Godín, Filipe Luis (Alderweireld, m. 82);
Raúl García (Sosa, m. 66), Tiago, Gabi, Koke; Villa y Diego Costa
(Adrián, m. 9).
Goles: 0-1, m. 36: Godín aprovecha con la cabeza
un fallo en la salida de Iker Casillas. 1-1, m. 93: Sergio Ramos remata
de cabeza un saque de esquina. 2-1, m. 110: Bale cabecea un rechace de
Courtois tras una jugada de Di María. 3-1, m. 118: Marcelo, con un tiro
cruzado. 4-1, m. 120: Cristiano, de penalti.
Árbitro: Bjorn Kuipers (Holanda). Amonestó a Raúl
García (m. 27), Miranda (m. 52), Villa (m. 72), Juanfran (m. 74), Koke
(m. 86) y Gabi (m. 99), por el Atlético de Madrid, y a Sergio Ramos (m.
27) y Khedira (m. 45), por el Real Madrid.
TÍTULO: EL BLOC DEL CARTERO, MUSEOS,.
Ahora que no nos oye nadie, les confesaré que cada vez me gustan menos los museos (y no digamos las exposiciones, que son como museos 'de picoteo', apresurados y tartamudos). Cuando visito ciudades que no conozco, o revisito ciudades que ya conocí para solazarme otra vez en sus bellezas, suelo poner sus museos incluso si son museos de mucho ringorrango, o sobre todo si no lo son en la zaga de mis preferencias; con lo que no es infrecuente que, -foto-engolfado en la contemplación de otros monumentos que salen a mi encuentro, abandone las ciudades sin pisar sus museos. Este desapego mío hacia los museos nada tiene que ver, desde luego, con la inquina furibunda que les profesaban los vanguardistas, hija del odio a la tradición artística que los precedía (odio, por lo demás, que era puro aspaviento, pues bien que se dedicaron a copietear a los maestros); tampoco, por cierto, con ese resquemor que despiertan entre los turistas exhaustos, a quienes siempre se ve en los museos con los pies escocidos y el alma derrengada, buscando una esquina en la que poder aquietar el mareo o empacho de belleza acumulada (aunque, por supuesto, me solidarizo con tales turistas, pues un museo que nos deja exhaustos no es museo, sino cámara de torturas).
La razón principal de mi antipatía hacia los museos es que el arte (cuando es verdadero) es un organismo vivo que solo puede ser entendido cabalmente cuando se halla en el lugar para el que fue concebido; y que, cuando es trasplantado, desenraizado de la causa que le presta su razón de ser, se amustia y vacía, hasta convertirse en una carcasa hueca, carente de significado o dotado de un significado desvaído que solo puede ser vislumbrado a través del intelecto. Pero el arte verdadero no es aprehendido a través del intelecto, sino que exige una donación completa de uno mismo, un acto casi reflejo de entrega y adoración al que se suma todo nuestro ser. El museo, al igual que el zoológico o el acuario, separa un organismo vivo de su hábitat natural, lo condena a un ostracismo melancólico (obsérvese la tristeza que ensombrece la mirada de los animales enjaulados) y trastorna por completo su razón de ser, igual que el cautiverio trastorna los hábitos alimentarios de los animales.
Así, en la misma sala de un museo, pueden compartir espacio una sublime Madonna que fue encargada para coronar el retablo de una iglesia de pueblo, una escena mitológica concebida para recreo de un mercader voluptuoso o salidín y el retrato de un cardenal malévolo que durante siglos fue criando arrugas y sombras tenebristas en el gabinete de un palacio episcopal. Extraviada la razón por la que fueron creados, arrancados del ámbito donde cobraban sentido, tales obras dejan de ser organismos vivos para convertirse en piezas del taller de un taxidermista. Han dejado de ser arte verdadero para convertirse en arqueología; y su acumulación se convierte, en verdad, en un espectáculo tedioso, acumulativo, cargante, incluso hórrido (sobre todo cuando se llevan recorridas treinta o cuarenta salas).
Los museos, digámoslo pronto, son el fruto de muchos expolios (por eso a los ingleses les gustan tanto) que se exhiben orgullosamente, como antaño los salvajes exhibían las cabezas de sus enemigos ensartadas en una pica. Aunque suelen presentarse como hijos de las luces y de la Ilustración, lo cierto es que los museos son hijos de las sombras y de la rapiña, almacenes donde se apilan obras procedentes de desamortizaciones y saqueos, conquistas y sacrilegios que impidieron que las obras de arte puedan ser contempladas en el lugar para el que fueron concebidas: la penumbra de una capilla, el gabinete de un palacio ducal, el claustro de un monasterio, el tocador de una princesa, el sagrario de una parroquia campesina; y que impiden lo cual es aún mucho más grave que quienes obtenían de aquellas obras algún tipo de consuelo estético o espiritual puedan seguir obteniéndolo. Esto en lo que se refiere a los museos clásicos, nacidos al aroma o pestilencia de la Ilustración; de los más modernos, meros nidos de urraca donde se amontonan maulas y pacotillas, mejor ni hablar.
Hay algo soberbio y lastimoso en ese afán por atesorar y amontonar obras de arte, a cambio de dejarlas sin sangre en las venas, como animalitos conservados en frascos de formol. Sospecho que en ese empeño desquiciado de amontonar obras de arte, tan propio de gente endiosada, subyace cierta envidia de Dios y de las bellezas de la Creación. Solo que las bellezas de la Creación se renuevan despreocupadamente cada día, mientras que las bellezas que salen de la mano del hombre, conservadas de forma artificiosa en los museos, se convierten en organismos fósiles.
TÍTULO :LA CARTA DE LA SEMANA, UNA HISTORIA DE HOMBRES DECENTES,.
Una historia de hombres decentes
Estaba el otro día oyendo la radio mientras me recortaba la
barba; y en ésas salieron unos políticos de ambos sexos criticándose
unos a otros con el automático puesto; con esa vileza extrema y suicida
que en este país miserable es marca de la casa, foto-.despreciando cuanto los
otros hacen o dicen, negándoles cualquier logro, cualquier buena
voluntad, cualquier acierto en sus gestiones pasadas, presentes o
futuras. Algo bueno habrán hecho unos u otros, me dije, pese a todo lo
evidente y malo, que a estas alturas del desparrame general nadie
discute. Algún rinconcito luminoso habrá en la gestión del adversario,
supongo. Algo que salvar, que alabar. Algo bueno que reconocer. Pero no.
Ambos discursos eran idénticos: una sucesión de lo mismo, hasta el
punto de que cualquier oyente ingenuo, desinformado sobre la calaña de
unos y otros, creería al escuchar a éste o a aquél, según a quién, que
el del otro bando encarnaba la maldad pura y simple. Que su actividad
política estaba encaminada, exclusivamente, a hundir a España y dar por
saco al personal. Así, sin más. Por simple gusto. Por la cara.
Me acordé entonces del Incidente Charlie Brown. Y de lo saludable que sería leer Historia, o simplemente leer, para la infame, navajera, burda y poco ilustrada clase política española. La de referencias útiles que podrían obtener. Incluso éticas, si se pusieran a ello. Modelos morales de comportamiento público -porque luego, en privado, compartiendo negocio, los veo besarse en la boca hasta con lengua- que nos irían muy bien a todos. Y el conocido por Incidente Charlie Brown, como digo, es uno de esos modelos. Ocurrió en una guerra mundial, la segunda, que fue una de las más atroces vividas por la Humanidad. Y sin embargo, ahí está. Para quien quiera sacar conclusiones útiles. Para quien crea que el ser humano puede ser honorable incluso desde bandos opuestos, en un mundo atroz y ensangrentado.
El 20 de diciembre de 1943, el B-17 norteamericano Ye Olde Pub, pilotado por el segundo teniente Charlie L. Brown, muy averiado tras una misión de bombardeo sobre Bremen, intentaba en solitario regresar a su base en Inglaterra, con el artillero de cola muerto y seis tripulantes heridos, incluido el piloto. Sólo tres hombres a bordo quedaban sanos. El avión volaba a duras penas dejando una estela de humo, con un motor parado y otro dañado, el plexiglás de la cabina roto, el timón de dirección partido y los sistemas hidráulicos y eléctricos fuera de servicio. Sus tripulantes estaban seguros de que nunca llegarían a Inglaterra.
Todavía sobre territorio alemán, el bombardero fue detectado por el piloto de la Luftwaffe Franz Stigler, de 26 años de edad, que en ese momento tenía 22 derribos en su haber, y sólo necesitaba uno más para ganar la Cruz de Caballero. A los mandos de su Messerschmitt Bf-109, Stigler se acercó al avión enemigo, dispuesto a derribarlo, pero comprobó con sorpresa que desde él nadie le disparaba. Que el B-17, acribillado de metralla antiaérea, seguía su renqueante vuelo hacia la costa, que en la destrozada torreta de cola el artillero estaba muerto, y que a través del plexiglás roto se veía a los tripulantes heridos, ateridos de frío, intentando socorrerse unos a otros. Entonces, situándose junto a la cabina destrozada del aparato enemigo, Ziegler se encontró con el rostro del piloto americano herido que lo miraba. «Para mí, dispararles en ese momento -confesaría 40 años más tarde- habría sido como hacerlo mientras saltaban en paracaídas». Así que tomó una decisión: situándose a su lado, muy cerca de él para que las baterías antiaéreas alemanas no lo atacaran, Ziegler acompañó al enemigo vencido, escoltándolo hasta la costa, y allí alzó la mano en un saludo, dio media vuelta y regresó a su base. Nunca contó la historia a sus jefes, porque lo habrían fusilado.
Charlie Brown pudo llevar su avión hasta Inglaterra. Y allí le prohibieron dar publicidad a un incidente que revelaba la humanidad de un enemigo que volaba con la esvástica nazi pintada en el timón de cola. Tardó mucho tiempo en hablar de ello, pero al fin empezó a investigar. Habrían de pasar 40 años hasta que Brown diese con el hombre que salvó su vida y la de sus compañeros. Tras muchas pesquisas, recibió al fin una carta desde Canadá con un breve texto: «Yo era él». Se encontraron, fueron amigos el resto de su vida y murieron ancianos, como si el Destino los tuviera vinculados desde aquel día lejano, en 2008, con sólo unos meses de diferencia. En ambas esquelas mortuorias, Stigler y Brown fueron mencionados como «hermano especial» del otro.
Me acordé entonces del Incidente Charlie Brown. Y de lo saludable que sería leer Historia, o simplemente leer, para la infame, navajera, burda y poco ilustrada clase política española. La de referencias útiles que podrían obtener. Incluso éticas, si se pusieran a ello. Modelos morales de comportamiento público -porque luego, en privado, compartiendo negocio, los veo besarse en la boca hasta con lengua- que nos irían muy bien a todos. Y el conocido por Incidente Charlie Brown, como digo, es uno de esos modelos. Ocurrió en una guerra mundial, la segunda, que fue una de las más atroces vividas por la Humanidad. Y sin embargo, ahí está. Para quien quiera sacar conclusiones útiles. Para quien crea que el ser humano puede ser honorable incluso desde bandos opuestos, en un mundo atroz y ensangrentado.
El 20 de diciembre de 1943, el B-17 norteamericano Ye Olde Pub, pilotado por el segundo teniente Charlie L. Brown, muy averiado tras una misión de bombardeo sobre Bremen, intentaba en solitario regresar a su base en Inglaterra, con el artillero de cola muerto y seis tripulantes heridos, incluido el piloto. Sólo tres hombres a bordo quedaban sanos. El avión volaba a duras penas dejando una estela de humo, con un motor parado y otro dañado, el plexiglás de la cabina roto, el timón de dirección partido y los sistemas hidráulicos y eléctricos fuera de servicio. Sus tripulantes estaban seguros de que nunca llegarían a Inglaterra.
Todavía sobre territorio alemán, el bombardero fue detectado por el piloto de la Luftwaffe Franz Stigler, de 26 años de edad, que en ese momento tenía 22 derribos en su haber, y sólo necesitaba uno más para ganar la Cruz de Caballero. A los mandos de su Messerschmitt Bf-109, Stigler se acercó al avión enemigo, dispuesto a derribarlo, pero comprobó con sorpresa que desde él nadie le disparaba. Que el B-17, acribillado de metralla antiaérea, seguía su renqueante vuelo hacia la costa, que en la destrozada torreta de cola el artillero estaba muerto, y que a través del plexiglás roto se veía a los tripulantes heridos, ateridos de frío, intentando socorrerse unos a otros. Entonces, situándose junto a la cabina destrozada del aparato enemigo, Ziegler se encontró con el rostro del piloto americano herido que lo miraba. «Para mí, dispararles en ese momento -confesaría 40 años más tarde- habría sido como hacerlo mientras saltaban en paracaídas». Así que tomó una decisión: situándose a su lado, muy cerca de él para que las baterías antiaéreas alemanas no lo atacaran, Ziegler acompañó al enemigo vencido, escoltándolo hasta la costa, y allí alzó la mano en un saludo, dio media vuelta y regresó a su base. Nunca contó la historia a sus jefes, porque lo habrían fusilado.
Charlie Brown pudo llevar su avión hasta Inglaterra. Y allí le prohibieron dar publicidad a un incidente que revelaba la humanidad de un enemigo que volaba con la esvástica nazi pintada en el timón de cola. Tardó mucho tiempo en hablar de ello, pero al fin empezó a investigar. Habrían de pasar 40 años hasta que Brown diese con el hombre que salvó su vida y la de sus compañeros. Tras muchas pesquisas, recibió al fin una carta desde Canadá con un breve texto: «Yo era él». Se encontraron, fueron amigos el resto de su vida y murieron ancianos, como si el Destino los tuviera vinculados desde aquel día lejano, en 2008, con sólo unos meses de diferencia. En ambas esquelas mortuorias, Stigler y Brown fueron mencionados como «hermano especial» del otro.
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