domingo, 3 de mayo de 2015

SILENCIO POR FAVOR, FUESE ESPARTACO,./ EL BLOC DE CARTERO Mi fan número uno (I) / LA CARTA DE LA SEMANA,.Una historia de España (XLIII)

megan_fox_esquire2013-1.jpgTÍTULO: SILENCIO POR FAVOR, FUESE ESPARTACO,.

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A un torero, como a un futbolista, le hemos visto nacer como profesional, crecer, desarrollar su carrera y despedirse. Todo, ante nuestros ojos. Es una buena manera de medir el paso del tiempo. A buen seguro recuerdan el día, por ejemplo, en que debutó Raúl en el Madrid siendo un mozalbete. Creció, fue plenipotenciario y finalmente dijo «adiós». En eso pasaron veinte años, nada menos. Me acuerdo del día en que Roberto Gómez me presentó a un muchacho del que me aseguraba que acabaría siendo una estrella. Era un chaval delgado y tímido, de muy pocas palabras. Se llamaba Emilio Butragueño. Fíjense el tiempo que hace que Butragueño colgó las botas. Entendemos en ese momento, como si fuera una revelación, un destello, que los años nos han dejado un surco por alguna parte. Juan Antonio Ruiz Espartaco era un chaval rubiales, atlético y de sonrisa demoledora cuando le vimos debutar a finales de los setenta. Le venía de casta paterna la cosa. Su progenitor hizo con él lo que el padre de Paco de Lucía con el guitarrista de Algeciras: exigirle ser el mejor. Le enseñó y le formó como torero no permitiéndole ningún descuido. Y los años ochenta fueron de Espartaco. Valiente como un jabato, poseedor de una técnica soberbia y sobrado de nobleza por todas partes, el diestro de Espartinas mandó en el toreo como pocas veces se recuerda. Máxima figura; esa cosa que, como dice Alfonso El Cani, es más difícil que ser Papa de Roma. Juan Antonio era un extraordinario lidiador, un conocedor de las técnicas del toreo como pocos ha habido, lo que le valió salir bien parado en el número de cornadas. Me contaba en una ocasión que su buena memoria le permitía recordar cómo había salido un toro de esa misma ganadería y de la misma línea familiar que el que iba a torear: de esa manera creía saber cómo enfrentarse al morlaco que estaba saliendo por chiqueros. Lo cual es prodigioso porque durante más de cinco años estuvo liderando el escalafón, matando cerca de doscientos toros por temporada. Ya es acordarse.
Curiosamente, su lesión más grave se la propinó el fútbol, no los toros. Una rodilla renqueante se pulverizó a cuenta de un choque en un partido de fútbol. Desde ese día conoció más quirófanos que patios de cuadrillas. Años noventa. Incontables operaciones. La lesión era tan puñetera que le permitía escalar el Everest, pero no cruzar una calle con una punta momentánea de velocidad. Para un torero que tiene que escaparse del toro en un segundo gracias a su arranque instantáneo, esa lesión era garantía de cornada. Fuese Espartaco durante años, como le ocurriera a ese gran corazón vestido de torero que se llama Vicente Ruiz El Soro, que también sacó un abono para cirugías y se ha paseado decenas de veces ante los señores de bata verde.
Espartaco, no obstante, siempre ha estado ahí para quien le ha necesitado. Vistiéndose de luces o de corto ha vuelto puntualmente a los ruedos para ayudar a este o a aquel y para demostrarse capaz de salir de un roto como el de su rodilla.
Y tuvo que ser Sevilla quien vistiera de luces a su torero más poderoso por última vez, abriendo el ciclo de la Feria de Abril, como tantas veces hiciera de la mano del maestro Curro Romero. Y lo hizo, entre otras cosas, por generosidad con una afición a la que cuatro figuras han preferido ignorar a cuenta de pendencias empresariales nunca bien contadas. Abrió cartel con Manzanares y Borja Jiménez, un magnífico chaval de su pueblo a quien dio la alternativa en una tarde espléndida, emotiva y llena de chispazos taurinos. Valiente, generoso, cortés como pocos, Espartaco volvió a ser figura del toreo. Toreó con cabeza y corazón dos toros a los que cortó las orejas demostrando que el que sabe sabe. Y sus compañeros le pasearon a hombros por el ruedo que ha visto pasar su vida y la nuestra, y la Puerta del Príncipe se le abrió por sexta vez a lo largo de su carrera.
Fuese Espartaco definitivamente, ese gran caballero vestido para siempre de torero. Y deja un hueco, para siempre, irrellenable.

TÍTULO: EL BLOC DE CARTERO , Mi fan número uno (I) ,.

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8681012.jpgLlega la primavera y, con ella, las ferias del libro, donde se nos pide a los escritores que vendamos nuestra mercancía cada vez más demodée, echándole salero y sacando a relucir nuestra mejor sonrisa de vendedor de crecepelos. A mí esto de firmar libros en las ferias siempre me ha dado un poco de repeluzno, porque no me gusta verme expuesto en una caseta como si fuese un animal de zoológico, cuando uno siempre ha sido un animal, pero montaraz y arriscado, de los que enseñan enseguida la garra, por falta de mansedumbre o por velar pudorosamente su corazoncito. Además, el encuentro directo con el lector tiene el inconveniente muy grave de las decepciones recíprocas: con frecuencia, el escritor imagina que sus lectores son los más hondos y delicados, los más inteligentes y bondadosos, y luego se encuentra con lectores que no son bastos ni superficiales, lerdos ni malvados, sino tan sólo personas benditamente normales, y el muy gilipollas se entristece; pero, sobre todo, el lector tiende a creer que el escritor que le gusta es un genio sin parangón, brillante y simpatiquísimo, que habla como escribe y hasta un poco mejor, cuando lo cierto es que el escritor al natural desmerece mucho y suele ser persona vulgar, a veces catastrófica, que pone lo mejor de sí (si es que algo bueno tiene) en lo que escribe, dejando para la vida las escurrajas.
Yo, amén de persona muy mediocre, soy tímido por arrobas; de modo que estos encuentros suelen ser para mí un mal trago, porque casi siempre quedo fatal con los lectores que se me acercan, deseosos de saludarme y pegar la hebra y confirmar que soy ese tipo estupendo y dicharachero que en un rapto de insensato optimismo han soñado; cuando sólo soy alguien que su sobrado arrojo y su escaso talento lo pone en lo que escribe. Y que, si tiene el día nublado o tristón, puede llegar a ser el hombre más lacónico, trabado y pan sin sal del orbe, y desde luego uno de los más gordos. Además, cuando me toca firmar libros siempre me hallo un poco agarrotado y a la defensiva, porque alguna vez he tenido experiencias poco gratificantes que me han dejado hecho unos zorros. La más triste me ocurrió hace ahora dos años, aproximadamente; muchas veces me he prometido que no la contaría nunca, pero al callarlo durante todo este tiempo se me ha ido clavando en el alma, con su cenefita de pus, gangrena y negra bilis.
Había yo ido a firmar libros a sitio que no mencionaré, por no enfadar a mis editores, que a veces nos mandan a combatir contra los elementos. Entonces, aprovechando que yo no firmaba mucho, se me acercó un tipo muy desenvuelto y campechano, con una sonrisa llena de encías y un desparpajo de auténtico vendedor de crecepelos (y no fingido, como yo en aquella coyuntura). Y, recurriendo de inmediato al tuteo, me saludó muy aspaventero: «Muy buenas tardes, José Manuel. Aquí tienes a tu fan número uno». Normalmente, el que confunde tu nombre no suele ser tu fan número uno, aunque en honor a la verdad he de confesar que mi nombre arrastra un maleficio, pues incluso amigos muy queridos han llegado a trabucarlo; así que, aunque algo humillado, estreché la mano que me tendía mi fan número uno, a la vez que lo disculpaba con esa sonrisilla mohína que adopto cada vez que me llaman con un nombre que no es el mío: «Juan Manuel, Juan Manuel, caballero. Pero no se preocupe, que todo el mundo se equivoca». Quedó tranquilo mi fan número uno; pero yo no debería de haberme quedado, pues la experiencia me demuestra que quienes más ardorosa y confianzudamente se abalanzan sobre mí son quienes no me conocen de nada, sino de haberme visto en televisión hace media docena de años, mientras zapeaban en busca de señoritas enseñando muslamen o de futbolistas correteando por el césped. Resulta, en verdad, chocante y curioso, pero es una ley casi infalible: mientras quien de verdad nos respeta, aprecia o admira suele ser muy cauteloso y comedido en sus aproximaciones, llegando incluso a pasar a nuestro lado sin osar siquiera saludarnos, quien de nada nos conoce y nos confunde con Ágatha Ruiz de la Prada o Manuel Prado y Colón de Carvajal nos asalta sin rubor y con grandes alharacas, mientras cruzamos una calle con mucho tráfico o nos despedimos en el portal de un amigo, en la creencia de que debemos descuidar el tráfico o despachar a nuestro amigo, para atenderlo a él, como si fuese nuestra tía carnal, a la que no vemos desde que hicimos la Primera Comunión.
Mi fan número uno era, desde luego, de esta estirpe, pues antes de que yo pudiera balbucear una palabra tomó una silla vacía que a mi vera había y se repantigó en ella, dispuesto ¡ay! a charlar. No sabía yo lo que me esperaba. [Continuará].

TÍTULO:  LA CARTA DE LA  SEMANA,.Una historia de España (XLIII),.

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reloj sabado.jpgY así andábamos, en plena guerra contra los franceses, con toda España arruinada y hecha un descalzaperros, los campos llenos de cadáveres y la sombra negra de la miseria y el hambre en todas partes, los ejércitos nacionales cada uno por su cuenta, odiándose los generales entre ellos -las faenas que se hacían unos a otros eran enormes; imaginen a los políticos de ahora con mando de tropas- y comiéndose, jefes y carne de cañón, derrota tras derrota pero sin aflojar nunca, con ese tesón entre homicida y suicida tan propio de nosotros, que lo mismo se aplica contra el enemigo que contra el vecino del quinto. Gran Bretaña, enemiga acérrima de la Francia napoleónica, había enviado fuerzas a la Península que permitían dar a este desparrame una cierta coherencia militar, con el duque de Wellington como jefe supremo de las fuerzas aliadas. Hubo batallas sangrientas grandes y pequeñas, la Albuera y Chiclana por ejemplo, donde los ingleses, siempre fieles a sí mismos en lo del coraje y la eficacia, se portaron de maravilla; y donde, justo es reconocerlo, las tropas españolas estuvieron espléndidas, pues cuando se veían bien mandadas y organizadas -aunque eso no fuera lo más frecuente- combatían siempre con una tenacidad y un valor ejemplares. Los ingleses, por su parte, que eran todo lo valientes que ustedes quieran, pero tan altaneros y crueles como de costumbre, despreciaban a los españoles, iban a su rollo y más de una vez, al tomar ciudades a los franceses, como Badajoz y San Sebastián, cometieron más excesos, saqueos y violaciones que los imperiales, portándose como en terreno enemigo. Y, bueno. Así, poco a poco, con mucha pólvora y salivilla, sangre aparte, los franceses fueron perdiendo la guerra y retrocediendo hacia los Pirineos, y con ellos se fueron muchos de aquellos españoles, los llamados afrancesados, que por ideas honradas o por oportunismo habían sido partidarios del rey Pepe Botella y el gobierno francés. Se largaban sobre todo porque las tropas vencedoras, por no decir los guerrilleros, los despellejaban alegremente en cuanto les ponían la zarpa encima, y de todas partes surgían en socorro del vencedor, como de costumbre, patriotas de última hora dispuestos a denunciar al vecino al que envidiaban, rapar a la guapa que no les hizo caso, encarcelar al que les caía gordo o fusilar al que les prestó dinero. Y de esa manera, gente muy valiosa, científicos, artistas e intelectuales, emprendió el camino de un exilio que los españoles iban a transitar mucho en el futuro; una tragedia que puede resumirse con las tristes palabras de una carta que Moratín escribió a un amigo desde Burdeos: «Ayer llegó Goya, viejo, enfermo y sin hablar una palabra de francés». De todas formas, y por fortuna, no todos los ilustrados eran pro-franceses. Gracias a la ayuda de la escuadra británica y a la inteligencia y valor de sus defensores, Cádiz había logrado resistir los asaltos gabachos. En ella se había refugiado el gobierno patriota, y allí, en ausencia del rey Fernando VII preso en Francia (de ese hijo de la grandísima puta hablaremos en otros capítulos), entre cañas de manzanilla y tapitas de lomo, políticos conservadores y políticos progresistas, según podemos entender eso en aquella época, se pusieron de acuerdo, cosa insólita entre españoles, para redactar una Constitución que regulase el futuro de la monarquía y la soberanía nacional. Se hizo pública con gran solemnidad en pleno asedio francés el 19 de marzo de 1812 -por eso se la bautizó como La Pepa- y en ella participaron no sólo diputados españoles de aquí, sino también de las colonias americanas, que ya empezaban a removerse pero aún no cuestionaban en serio su españolidad. Conviene señalar que esa Constitución -tan bonita e ideal que resultaba difícil de aplicar en la España de entonces- limitaba los poderes del rey, y que por eso los más conservadores la firmaron a regañadientes; entre otras cosas porque los liberales, o progresistas, amenazaban con echarles el pueblo encima. Así que los carcas hicieron de tripas corazón, aunque dispuestos a que en la primera oportunidad la Pepa se fuera al carajo y los diputados progres pagaran con sangre la humillación que les habían hecho pasar. Arrieritos somos, dijeron. Todo se cocía despacio, en fin, para que las dos Españas se descuartizaran una a otra durante los siguientes doscientos años. Así que en cuanto los franceses se fueron del todo, acabó la guerra y Napoleón nos hizo el regalo envenenado de devolvernos al rey más infame del que España tiene memoria, para los fieles partidarios del trono y el altar llegó la ocasión de ajustar cuentas. La dulce hora de la venganza.
[Continuará].

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