TÍTULO: EL BLOC DEL CARTERO - LOS AMIGOS DE LA LIBERT,.
foto - reloj,.
Chesterton nos alertaba contra los «amigos de la libertad», que
suelen ser gentes a las que gusta tanto la libertad del prójimo... que
quieren quedarse con ella para siempre. Desde que Chesterton hiciera
esta observación ha transcurrido casi un siglo; y entretanto estos
amigos de la libertad no han hecho sino envalentonarse. Y se enfadan
mucho si no les entregas tu libertad para que hagan con ella lo que les
venga en gana (que suele ser humillarla, envilecerla y violarla hasta
dejarla irreconocible); y te llaman (les encanta repetir como loritos
esta palabra) liberticida.
Estos grandes amigos de la libertad se emplean con denuedo y espumarajos en muy diversos campos;
pero, sin duda, uno de sus predilectos es el comercial, pues les
preocupa muchísimo que su defensa de la economía libre (como el sol
cuando amanece) cristalice en un comercio también libre (como el ave que
escapó de su prisión y puede al fin volar), con horarios libres (como
el viento que recoge mi lamento y mi pesar), para que el cliente sepa lo
que es, al fin, la libertad. Naturalmente, estos grandes amigos de la libertad son en realidad lacayos al servicio del capitalismo globalizado,
cuyo fin es rapiñar la riqueza de las naciones, azuzando hábitos
consumistas dementes que las economías locales no puedan satisfacer; y,
para conseguir más plenamente tal fin, necesitan destruirlas. Pero todo
aquel que ose mostrarse reticente o desconfiado ante los postulados de
estos amigos tan tremendos de la libertad se convierte de inmediato en
un liberticida de la peor calaña; y, por supuesto, en un sospechoso de
comunismo, populismo y no se cuántos 'ismos' más, al que de inmediato
los amigos de la libertad hacen diana de sus gargarismos, que son su
'ismo' favorito.
¡Ay, si uno osa pronunciarse contra un tratado
comercial que se está negociando de matute, contra un emporio de casinos
que promete «crear mucha riqueza» o contra los horarios comerciales sin
regulación! De inmediato estos grandes amigos de la libertad caen sobre
uno como bandada de buitres: si gastas coleta y te gusta Bukowski, dirán que eres un perroflauta inmundo;
si te mantienes fiel al peinado de la Primera Comunión y te gusta
Chesterton, dirán que eres un carca inmundo; y, en uno y otro caso, un
rancio liberticida que anhela devolver el mundo a una época
preindustrial, o incluso al Concilio de Trento (a mí, misteriosamente,
siempre me lanzan el Concilio de Trento a la cabeza, cuando yo siempre
he sido más de Nicea). A veces, esta amistad tan furibunda que profesan a la libertad los lleva a comerse sus propias palabras:
pues resulta que el tratado finalmente no se firma, porque in extremis
se descubre que contenía cláusulas leoninas que se limpiaban el culo con
la dignidad nacional; o el emporio de casinos no se construye, porque
in extremis se descubre que su promotor pretendía que su putiferio no
tributase; o los horarios no pueden ser tan libres como los amigos de la
libertad reclamaban, porque los puñeteros trabajadores resulta que
necesitan dormir, los muy flojos. Pero los amigos de la libertad, lejos
de arredrarse, se encrespan todavía más; y su defensa acérrima del
capitalismo globalizado que lo mismo vende rascacielos a los chinos que
arrasa tiendecitas familiares y las sustituye por apestosas franquicias
yanquis se vuelve más exaltada. Por el camino, quedan tirados en
las cunetas, como cadáveres de leprosos, miles de comerciantes cuyos
negocios se vuelven insostenibles, miles de trabajadores
deslomados que tienen que trabajar a horas intempestivas por sueldos
ínfimos, miles de agricultores y ganaderos condenados a la ruina a los
que se exige vender sus productos a precios ignominiosos, para pitanza
de intermediarios y grandes corporaciones transnacionales. Pero,
mientras bracean entre la carroña y la pestilencia causadas por tan
ingente mortandad, los amigos de la libertad siguen entonando risueños
sus loas a la creación de riqueza y siguen lanzando iracundos sus
filípicas contra esos liberticidas inmundos que quieren condenarnos a la
miseria.
Y, tristemente, hay mucha gente sin alma, sin
caridad, sin patriotismo, sin sentido común, sin dos dedos de frente,
que los jalea. Y todo porque, en un alarde de libertad, pueden
ir de compras los domingos, en lugar de ir a misa, que era lo que hacían
los rancios de sus abuelos, que ya ni siquiera recuerdan si eran carcas
o perroflautas. Sólo recuerdan mientras se zampan en el mall unas
estoposas patatas fritas congeladas que aquellos abuelos tan carcas o
perroflautas organizaban los domingos, después de misa, unas comidas
suculentas para toda la familia. ¡Reliquias de un pasado sin libertad,
felizmente superado!,.
TÍTULO: LA CARTA DE LA SEMANA - Una historia de España (XLVII) ,.
foto - reloj,.
Para vergüenza de los españoles de su tiempo y del de ahora -porque no
sólo se hereda el dinero, sino también la ignominia-, Fernando VII murió
en la cama, tan campante. Por delante nos dejaba dos tercios de siglo
XIX que iban a ser de indiscutible progreso industrial, económico y
político (tendencia natural en todos los países más o menos avanzados de
la Europa de entonces), pero desastrosos en los hechos y la estabilidad
de España, con guerras internas y desastre colonial como postre. Un
siglo, aquél, cuyas consecuencias se prolongarían hasta muy avanzado el
XX, y del que la guerra civil del 36 y la dictadura franquista fueron
lamentables consecuencias. Todo empezó con el gobierno de la viuda de
Fernando, María Cristina; que, siendo la heredera Isabelita menor de
edad -tenía tres años la criatura-, se hizo cargo del asunto. Con eso
empezó la bronca, porque el hermano del rey difunto, don Carlos (que
sale de jovencito en el retrato de familia de Goya), reclamaba el trono
para él. Esa tensión dinástica acabó aglutinando en torno a la reina
regente y al pretendiente despechado las ambiciones de unos y las
esperanzas de buen gobierno o de cambio político y social de otros. La
cosa terminó siendo, como todo en España, asunto habitual de bandos y
odios africanos, de nosotros y ellos, de conmigo o contra mí. Se
formaron así los bandos carlista y cristino, luego isabelino. Dicho a lo
clásico, conservadores y liberales; aunque esas palabras, pronunciadas a
la española, estuvieran llenas de matices. El bando liberal, sostenido
por la burguesía moderna y por quienes sabían que en la apertura se
jugaban el futuro, estaba lejos de verse unido: eso habría sido romper
añejas y entrañables tradiciones hispanas. Había progres de andar por
casa, de objetivos suaves, más bien de boquilla, próximos al trono de
María Cristina y su niña, que acabaron llamándose moderados; y también
los había más serios, incluso revolucionarios tranquilos o radicales,
dispuestos a dejar a España que en pocos años no la conociera ni la
madre que la parió. Éstos últimos eran llamados progresistas. En el
bando opuesto, como es natural, militaba la carcundia con solera: la
España de trono y altar de toda la vida. Ahí, en torno a los carlistas,
cuyo lema Dios, Patria, Rey -con Dios, ojo al dato, siempre por
delante- acabaría resumiéndolo todo, se alinearon los elementos más
reaccionarios. Por supuesto, a este bando carca se apuntaron la Iglesia
(o buena parte de ella, para la que todo liberalismo y
constitucionalismo seguía oliendo a azufre) y quienes, sobre todo en
Navarra, País Vasco, Cataluña y Aragón, igual les suena a ustedes la
cosa, pretendían mantener a toda costa sus fueros, privilegios locales
de origen medieval, y llevaban dos siglos oponiéndose como gatos panza
arriba a toda modernización unitaria del Estado, pese a que eso era lo
que entonces se estilaba en Europa. Esto acabó alumbrando las guerras
carlistas -de las que hablaremos otro día- y una sucesión de golpes de
mano, algaradas y revoluciones que tuvieron a España en ascuas durante
la minoría de edad de la futura Isabel II, y luego durante su reinado,
que también fue pare echarle de comer aparte. Una de las razones de este
desorden fue que su madre, María Cristina, enfrentada a la amenaza
carlista, tuvo que apoyarse en los políticos liberales. Y lo hizo al
principio en los más moderados, con lo que los radicales, que mojaban
poco, montaron el cirio pascual. Hubo regateos políticos y gravísimos
disturbios sociales con quema de iglesias y degüello de sacerdotes, y se
acabó pariendo en 1837 una nueva Constitución que, respecto a la Pepa
del año 12, venía sin cafeína y no satisfizo a nadie. De todas formas,
uno de los puntazos que se marcó el bando progresista fue la
Desamortización de Mendizábal: un jefe de gobierno que, echándole
pelotas, hizo que el Estado se incautara de las propiedades
eclesiásticas que no generaban riqueza para nadie -la Iglesia poseía una
tercera parte de las tierras de España-, las sacara a subasta pública, y
la burguesía trabajadora y emprendedora, que decimos ahora, pudiera
adquirirlas para ponerlas en valor y crear riqueza pública. Al menos, en
teoría. Esto, claro, sentó a los obispos como una patada bajo la sotana
y reforzó la fobia antiliberal de los más reaccionarios. Ése, más o
menos, era el paisaje mientras los españoles nos metíamos de nuevo, con
el habitual entusiasmo, en otra infame, larga y múltiple guerra civil de
la que, tacita a tacita, fueron emergiendo las figuras que habrían de
tener mayor peso político en España en el siglo y medio siguiente: los
espadones. O sea, el ejército y sus generales.
No hay comentarios:
Publicar un comentario