TÍTULO; EL DÍA DESPUES FUTBOL, CAÑIZARES,.
El día después es un programa de
fútbol que se emite en
Canal+.
El objetivo principal del programa es repasar la jornada futbolística
desde un punto de vista desenfadado, centrándose en situaciones curiosas
y reportajes, y analizar lo más importante de las ligas de fútbol tanto
españolas como extranjeras.
El programa original funcionó desde el
8 de octubre de
1990 hasta el
31 de octubre de
2005 bajo la presentación de
Michael Robinson. En
2009, la cadena decidió recuperar el nombre y formato para la temporada 2009-10, y
El día después pasó a ser presentado por
foto, Juanma Castaño y
Santiago Cañizares.etc,.
TÍTULO; DONDE LLEGAN LOS ZAPATOS,.
Zapatos viejos-POESIA,.
Mis zapatos son tan viejos,
más de lo que muchos piensan
se le ven agujeros a lo lejos
y le faltan hasta las trensas...
Zapatos nuevos mucho cuestan
pero no son del mismo modelo;
por es con gran recelo
conservo mis viejos zapatos
que son mis compañeros gratos
por caminos y senderos.
Allí están mis zapatos viejos
Triste por la despedida
No me quiero separar de ellos
Han sido mis fieles compañeros
Me han acompañado tantas veces
Me han guiado por bellos andares
Sus pasos son mis pasos
Bailaron al son de mis canciones
Pues no me despediré los mandare a
A reponer y quedaran como nuevos
Ellos han dado cuenta
de mis noches de desvelos
de mis pasos con anhelos
de mis amores de vida
y han gastado lozanía
haciendo grato mi suelo.
Se han gastado mis zapatos
de tanto andar con ellos,
y eso que los renuevo,
les doy mantenimiento,
los cuido con esmero,
son mis grandes companeros.
Cuando ya no puedan mas,
como a esos zapatitos
de mis ninos,
cuando eran pequenos,
voy a cubrirlos de bronce,
que sera su monumento;
estaran en mi escritorio
siempre trayendo recuerdos
dulces ... amargos ...
pero recuerdos...
Zapatos viejos, cansados de andar
mojados por el viento
mojados por la sal
zapatos viejos , soñadores de poder llegar
que cantando con la guitarra han
silbado un venceremos ya
zapatos viejos, dejados por mi padre
poeta de histrorietas
zapatos de un limpiabotas que suda la gota
zapatos del taconeo
que acarician la figura de silueta
Son mis Zapatos un legado,
en cada pisada encantada
con aroma de mis pies
Zapatos viejos comodos y suaves
en el que descansan mis pies vencidos
de tantas caminatas por la vida
y de tantos abrijos que me hirieron
quieroque tu seas como mis zapatos viejos,
Los llevaba a todas partes
a la fiesta a la floresta,
al cine, también al parque,
y cono no tenía otros
tambien al montar el potro.
Hasta un dia que lloraban
y me los llevé a cuesta
para comprar otros nuevos
pero aún no me tocaban
en la racionada libreta,
como no llevaba los "verdes"
me fuí sin comprar nada
allá donde "hay de todo"
que abunda mucha mentira
y tuve que calzar de nuevo
mis pobres "zapatos viejos".
¿Zapatos nuevos a mí?
si me destrozan talones
y martirizan mis callos
si me torturan los dedos
y son la hoz de mi empeine.
¿Zapatos nuevos a mí?
ni hablar, no señor.
Yo me quedo con los viejos
que de caricias me llenan
y que a mi piel la consienten
sin importar el camino
sin miramientos de senda:
sobre piedras y guijarros
entre abrojos y entre espinos,
yo disfruto del paseo
contemplando las auroras
si en mis pies estoy calzando
mis tiernos zapatos viejos.
TÍTULO; RELATO LA TIENDA,
La muchacha que trabajaba en una tienda de ataúdes-foto,
Ese chico hace días, incluso semanas, que pasa por la calle y se
queda mirando hacia el interior, como si quisiera traspasar el cristal
del escaparate, pensó Clara al observar el rostro impávido del chico al
otro lado del cristal. Clara se extrañó, porque no era muy común que la
gente se detuviera a mirar el escaparate, más bien miraban hacia otro
lado, incluso los había que aceleraban el paso, como si una terrible
maldición los persiguiera. A Clara no le gustaba estar en la tienda,
pero desde que cumplió los dieciséis años, su padre le insistió en que
debía ayudar en el negocio familiar, especialmente desde que murió su
madre. Desde entonces su padre parecía un alma en pena, casi no hablaba,
permanecía en la trastienda, puliendo la madera, con la mirada perdida y
sus pensamientos flotando en el aire como si fueran mariposas que
hubieran perdido todo su esplendor. Clara agradecía que la dejara sola,
le turbaba tanta tristeza, se sentía agobiada por los suspiros agónicos
que a cada minuto exhalaba su padre. Pero lo peor eran los silencios,
eternos como la soledad del condenado. Clara intentaba para
contrarrestar esa tristeza que flotaba en el ambiente, viajar a otros
lugares, imaginaba que estaba al lado del mar, debajo de una palmera y
sobre la fina y blanca arena de una playa tropical, de esas que podía
leer en sus novelas de aventuras y piratas. Cualquier excusa le servía a
Clara para alejarse de aquel lugar, el lugar más triste del mundo
pensaba, no podía ser de otra manera, tratándose de un negocio de
ataúdes.
Qué triste se le ve, pero qué bonita es, su pelo rubio como un campo
de trigo en verano, pensó Mario cuando su mirada se posó sobre aquella
muchacha de mirada melancólica y ademán triste. Hacía un mes que cada
día pasaba por delante de la tienda de ataúdes y se quedaba mirando a
aquella muchacha, que sin saberlo le había robado el corazón. Era tan
hermosa, pensaba Mario. Imaginaba su voz, suave como una larga tira de
terciopelo azul. Deseaba oír esa voz que tanta veces había imaginado,
pero no sabía qué hacer, no podía entrar en una tienda de ataúdes y
preguntar sobre un ataúd, si fuera un negocio de mesas, pensaba Mario,
pero ataúdes, nadie entra preguntando precios en una tienda de ataúdes. Y
como cada tarde, después de ver a su enamorada, se marchaba cabizbajo,
calle arriba, con las manos en los bolsillos y un suspiro de
desesperanza que dejaba ir con delicadeza, como el aleteo de un
pajarillo intentando refugiarse de una tormenta.
Es guapo, pero parece tan tímido, cómo se llamará, pensaba Clara
mientras veía el rostro del muchacho mirando con esa mirada que dejaba
ver cierta ansiedad, pero camuflada tras un velo transparente de
timidez. Como cada tarde, a la misma hora, Mario miraba a través del
cristal, tratando de encontrar a Clara, tras el mostrador, y tras
esquivar los ataúdes que se interponían entre ambos. Clara imaginaba
miles de nombres, cada uno más extraño, tratando de cubrir sus historias
de un cierto exotismo. Alguna vez miraba hacia atrás, no quería que su
padre la viera mirando a un extraño. Mario bajó la mirada al verse
observado, dio media vuelta y se escabulló de aquella mirada azul que
trataba de adivinar cómo se llamaba aquel muchacho de rostro pálido como
la luz de la luna llena.
Una mañana su padre corría angustiado de un sitio a otro, tirándose
de los pelos, nervioso, tocando todos los ataúdes que tenían en el
mostrador y entrando y saliendo de la trastienda. Clara lo miraba entre
divertida y preocupada, qué le pasaría, pensaba. Se ha declarado una
epidemia en la ciudad, logró exclamar al fin el padre que no dejaba de
pasear a grandes zancadas por el interior de la tienda. Una epidemia,
preguntó Clara, asustada, sabía lo que esa terrible palabra significaba,
la última epidemia se había llevado a su madre querida. Y también sabía
que el trabajo de su padre, el suyo también, se multiplicaría y que
debido a la demanda la trastienda se llenaría de cadáveres, a los que la
señora Lourdes se encargaría de maquillar para dejarlos presentables el
día de su funeral. Su padre insistía a Clara para que ayudara a la
señora Lourdes en esa tétrica tarea, pero Clara se negaba en redondo una
y otra vez. Eso sí que no, le decía a su padre, no quería tener ningún
contacto con los cadáveres, pero sabía que no podría negarse siempre. La
mirada de Mario fija en su angustia la sobresaltó, dio un respingo
hacia atrás y casi se estrella con las estanterías que tenía a sus
espaldas. Mario, consciente que la había asustado abrió la boca y alzó
la mano, tratando de pedir disculpas, pero la distancia que los separaba
no permitía ningún atisbo de comunicación. Clara quiso en ese momento
salir de la tienda, agarrar la mano de ese muchacho e irse muy lejos de
allí con él. No sabía su edad, ni donde vivía, ni siquiera su nombre,
pero había contemplado en aquella mirada tímida y esquiva la llama que
hacía latir su corazón mucho más rápido de lo acostumbrado.
Mario en ese instante había pensado exactamente lo mismo, entrar en
la tienda, agarrar a esa muchacha e irse a otra ciudad, a otra vida, a
otro mundo. Pero aquel breve encuentro duró lo que dura el reflejo de un
relámpago. Mario bajó la mirada y desapareció calle arriba, con los
ojos de Clara clavados en la espalda, como un castigo, como una condena.
Clara, al ver alejarse a Mario, se hizo la promesa que al día siguiente
saldría y le preguntaría su nombre, escucharía su voz.
Al día siguiente no apareció el muchacho, Clara miraba nerviosa hacia el
exterior, pero no había rastro de él. Tampoco al día siguiente, ni al
otro, ni al otro.
Qué hermosa eres, me moría por ver de cerca el color de tus ojos, le
dijo Mario, son azules, como el mar cuando está en calma, como el cielo
de noviembre, y tu pelo, dorado, como un tesoro perdido. Clara lo
miraba, con lágrimas en los ojos, sentía tanto amor que sentía como un
agudo dolor atravesaba su cuerpo en dos. Por fin me dirás cómo te
llamas, he esperado tanto, me he imaginado tantos nombres, le dijo
Mario, no llores, ahora que te tengo enfrente no voy a mirarte nunca más
detrás de un cristal. Clara lo miraba, no podía dejar de observar
aquellos ojos llenos de timidez que un día le sorprendieron al otro lado
de un fino cristal. Seguía sin saber su nombre, una lágrima que se
arrastró por su mejilla se posó sobre el pecho inerte de aquel muchacho
de rostro blanco como la luz de luna llena al que nunca podría escuchar
su voz. Clara cerró el ataúd y suspiró un adiós tan débil que su voz
tembló como una llama de una vela al amanecer.