( foto ) Esther se para ante el espejo jugando a verse con ojos de
desconocido. El delicado camisón negro suaviza sus curvas y se introduce
provocador entre sus muslos. Respira hondo para comprobar, con
satisfacción, cómo la curva de sus senos asoma generosa por entre el
escote de encaje. Sólo falta un detalle, extiende la mano y atrapa la
barra de labios que ha dejado sobre el tocador, con pulso firme delinea
sus labios en rojo explosivo y sonríe seductora a su reflejo. Aprobado
alto, decide, mientras se aleja caminando con paso firme sobre altos
tacones. El timbre ya ha sonado dos veces. Que espere, piensa, un
pequeño pago a cambio de una gran recompensa.
David apoya un hombro contra el marco de la puerta y decide
ser paciente. Quizá se ha adelantado. Comprueba el reloj, no, es la hora
acordada. Suspira y se afloja un poco el nudo de la corbata. Piensa en
el partido que se está perdiendo, quizá hoy se decida el ganador de la
liga. Ahora podía estar en el bar, con los colegas, engullendo cerveza y
gritando goles hasta quedar afónico. Inquieto, da dos pasos adelante y
atrás, y entonces la puerta se abre y un haz de luz araña sus ojos. Ella
lo mira con una sonrisa conocedora y lo invita a entrar agitando su
dedo índice. Se da la vuelta y se aleja por el pasillo permitiéndole,
ofreciéndole en realidad, una fabulosa visión de sus largas piernas
sobre sandalias negras, y de sus curvas tentadoras bajo muselina
trasparente. David nota la garganta seca. Se ha olvidado del partido, de
los amigotes y de la cerveza.
Esther entra en el dormitorio en semipenumbra, sólo
iluminado por velas que al arder dejan un suave olor a flores
silvestres. Desde un rincón le llega la voz seductora de Norah Jones y
las cadenciosas notas de su piano. Se para ante la cama y espera. El
llega sin hacer ruido y se detiene a su espalda, posa una mano sobre su
cadera, la otra se introduce en su escote dejando un fajo de billetes
crujientes que huelen a papel nuevo y tinta fresca. Besa su hombro
desnudo y mueve las caderas contra su cuerpo, seductor, mientras
comienza a quitarse la chaqueta.
Fundido en negro.
Con el cuerpo satisfecho y la mente en blanco, David se va
abandonando poco a poco al sueño reparador que tanto necesita. En la
habitación flota el humo dulzón de las velas recién apagadas y al fondo
resuenan las últimas notas de un piano. Así soñaba el paraíso.
TITULO: EL Cortacésped - UNA FAMILIA ESPECIAL
EL Cortacésped - UNA FAMILIA ESPECIAL - fotos.
La familia Pingüino, cansada de vivir
siempre entre placas de hielo y no salir nunca de su fría morada,
rodeados de iglús y de sosos esquimales, decidió poner un buen día las
cartas sobre la mesa. Entre todos sus miembros, sometieron a votación la
posibilidad de realizar un viaje a tierras más cálidas. Eran doce en la
familia, Mamá Pingüino, Papá Pingüino, el Tío Pingüino que convivía con
ellos, y un total de nueve criaturitas inquietas que estaban deseando
salir de allí. Además, hay que decir que se trataba de una familia muy
peculiar, pues en lugar de vestir el sobrio traje negro y blanco que
usaban todos los demás pingüinos, ellos, por caprichos de la genética,
habían llegado al mundo con los colores más variados.
Fueron en total once votos a favor y uno
en contra. Todos dirigieron su mirada hacia el Tío Pingüino, que
últimamente se había vuelto un cascarrabias. No había nada a lo que no
le encontrase una objeción. El tío, con cara de circunstancias, comenzó a
exponer sus razones por las que le parecía una locura aquel viaje que
estaban ya programando en sus mentes los demás miembros de la familia.
Ellos eran pingüinos, habituados a ambientes fríos, y no veía lógica
aquella locura de viajar hacia zonas más calurosas. Seguro que lo
pasaban fatal. Pero como la mayoría había sido abrumadora, a pesar de
las quejas del tío de que nueve de los votos no tenían validez por ser
menores de edad, se vio envuelto en aquella odisea y en poco tiempo se
vio organizando el viaje junto a sus familiares.
Dedicaron bastante tiempo a la
planificación de aquel viaje. Si bien era cierto que jamás habían salido
de su fría tierra y se tenían bien merecidas unas vacaciones, el tío
tenía parte de razón en aquello de que podría ser peligroso para ellos
abandonar el clima frío al que estaban habituados. Aparte, claro está,
estaba el tema de cómo viajarían, pues en los aviones no estaba
permitido que viajaran pingüinos. La cosa se complicaba por momentos y
llevaban ya cerca de dos meses cavilando, sin encontrar el lugar al que
ir ni el medio en el que llegar hasta él.
Un día Papá Pingüino llegó a casa con una
excelente noticia. En su trabajo en el Glaciar número dos, había hecho
un excelente trato con el capitán de un buque de carga que partía en
tres días hacia tierras españolas. Podría viajar toda la familia en la
bodega del buque, que era la zona más fresquita, a cambio de dos cubos
de sardinas en salazón de las que ellos guardaban en su despensa.
Al principio la familia se quedó un poco
desconcertada, pues como habían estado estudiando la geografía y la
climatología de todos los lugares, sabían que en España encontrarían
demasiado calor a esas alturas del año, en que todavía era verano. Pero
Papá Pingüino argumentó tan bien los motivos por los que no debían
preocuparse, que hasta el Tío Pingüino hubo de reconocer que la idea no
era mala. Así que, ilusionados, se pusieron a preparar sus pequeñas
maletas de inmediato. Tampoco era que tuviesen mucho que llevar ya que,
como todos sabemos, los pingüinos no usan ropa. Y menos ellos, que
habían nacido con unos colores tan bonitos.
Así lo hicieron. Fue una larga travesía
que comenzó cruzando los glaciares, descendió hacia los países nórdicos,
pasó por entre las islas británicas y continuó su bajada a lo largo de
la costa portuguesa hasta llegar al sur de España. El buque recaló en el
puerto de Cádiz y allí fue donde nuestra interesante familia se
despidió con agradecimiento del capitán, después de acordar su recogida
un mes después para llevarles de vuelta a su hogar.
En aquella zona el agua estaba fría, no
tanto como en su tierra, lógicamente, pero sí lo suficiente para que los
pingüinos se encontrasen cómodos en ella. Lo único que debían hacer era
no cruzar aquella zona que separaba las frías aguas del océano de
aquellas más calientes de un mar que llamaban Mediterráneo.
Tras varios días disfrutando de las
aguas, mucho más movidas que las del norte, que estaban prácticamente
inmóviles todo el tiempo debido a las placas de hielo, y disfrutando
también de la diferente, variada y exquisita pesca que había en aquel
lugar, la familia decidió aventurarse un poquito más. Como siempre, el
Tío pingüino puso cientos de objeciones, pero como nadie le hizo caso,
no tuvo más remedio que seguir a su alocada familia. A varios centenares
de metros de donde se encontraban, podían divisar algo por completo
desconocido para ellos. Una gran acumulación de arena recubría la costa.
El Pingüino mayor, que se había documentado muchísimo sobre España
durante su estancia en el buque, informó al resto de que aquello que
divisaban era una playa.
Y allí fue toda la familia junta, nadando
a contracorriente para poder llegar a aquella playa. Cuando al fin
llegaron, se quedaron encantados con el lugar. Descubrieron que tomar un
poquito el sol también podía ser muy agradable, y que cuando les subía
demasiado la temperatura no tenían más que adentrarse en el océano de
nuevo, aunque solo fuese unos metros. Quedaron tan enamorados de la
costa gaditana que jamás regresaron a su hogar. Fue la primera familia
de pingüinos residentes en España. Si te acercas a su playa, poco antes
de la puesta de sol, puedes observar cada día a la familia al completo,
con sus llamativos colores, observando con admiración el océano y ese
sol que parecía volverse de fuego al entrar en contacto con el agua.
La familia Pingüino, cansada de vivir
siempre entre placas de hielo y no salir nunca de su fría morada,
rodeados de iglús y de sosos esquimales, decidió poner un buen día las
cartas sobre la mesa. Entre todos sus miembros, sometieron a votación la
posibilidad de realizar un viaje a tierras más cálidas. Eran doce en la
familia, Mamá Pingüino, Papá Pingüino, el Tío Pingüino que convivía con
ellos, y un total de nueve criaturitas inquietas que estaban deseando
salir de allí. Además, hay que decir que se trataba de una familia muy
peculiar, pues en lugar de vestir el sobrio traje negro y blanco que
usaban todos los demás pingüinos, ellos, por caprichos de la genética,
habían llegado al mundo con los colores más variados.
Fueron en total once votos a favor y uno
en contra. Todos dirigieron su mirada hacia el Tío Pingüino, que
últimamente se había vuelto un cascarrabias. No había nada a lo que no
le encontrase una objeción. El tío, con cara de circunstancias, comenzó a
exponer sus razones por las que le parecía una locura aquel viaje que
estaban ya programando en sus mentes los demás miembros de la familia.
Ellos eran pingüinos, habituados a ambientes fríos, y no veía lógica
aquella locura de viajar hacia zonas más calurosas. Seguro que lo
pasaban fatal. Pero como la mayoría había sido abrumadora, a pesar de
las quejas del tío de que nueve de los votos no tenían validez por ser
menores de edad, se vio envuelto en aquella odisea y en poco tiempo se
vio organizando el viaje junto a sus familiares.
Dedicaron bastante tiempo a la
planificación de aquel viaje. Si bien era cierto que jamás habían salido
de su fría tierra y se tenían bien merecidas unas vacaciones, el tío
tenía parte de razón en aquello de que podría ser peligroso para ellos
abandonar el clima frío al que estaban habituados. Aparte, claro está,
estaba el tema de cómo viajarían, pues en los aviones no estaba
permitido que viajaran pingüinos. La cosa se complicaba por momentos y
llevaban ya cerca de dos meses cavilando, sin encontrar el lugar al que
ir ni el medio en el que llegar hasta él.
Un día Papá Pingüino llegó a casa con una
excelente noticia. En su trabajo en el Glaciar número dos, había hecho
un excelente trato con el capitán de un buque de carga que partía en
tres días hacia tierras españolas. Podría viajar toda la familia en la
bodega del buque, que era la zona más fresquita, a cambio de dos cubos
de sardinas en salazón de las que ellos guardaban en su despensa.
Al principio la familia se quedó un poco
desconcertada, pues como habían estado estudiando la geografía y la
climatología de todos los lugares, sabían que en España encontrarían
demasiado calor a esas alturas del año, en que todavía era verano. Pero
Papá Pingüino argumentó tan bien los motivos por los que no debían
preocuparse, que hasta el Tío Pingüino hubo de reconocer que la idea no
era mala. Así que, ilusionados, se pusieron a preparar sus pequeñas
maletas de inmediato. Tampoco era que tuviesen mucho que llevar ya que,
como todos sabemos, los pingüinos no usan ropa. Y menos ellos, que
habían nacido con unos colores tan bonitos.
Así lo hicieron. Fue una larga travesía
que comenzó cruzando los glaciares, descendió hacia los países nórdicos,
pasó por entre las islas británicas y continuó su bajada a lo largo de
la costa portuguesa hasta llegar al sur de España. El buque recaló en el
puerto de Cádiz y allí fue donde nuestra interesante familia se
despidió con agradecimiento del capitán, después de acordar su recogida
un mes después para llevarles de vuelta a su hogar.
En aquella zona el agua estaba fría, no
tanto como en su tierra, lógicamente, pero sí lo suficiente para que los
pingüinos se encontrasen cómodos en ella. Lo único que debían hacer era
no cruzar aquella zona que separaba las frías aguas del océano de
aquellas más calientes de un mar que llamaban Mediterráneo.
Tras varios días disfrutando de las
aguas, mucho más movidas que las del norte, que estaban prácticamente
inmóviles todo el tiempo debido a las placas de hielo, y disfrutando
también de la diferente, variada y exquisita pesca que había en aquel
lugar, la familia decidió aventurarse un poquito más. Como siempre, el
Tío pingüino puso cientos de objeciones, pero como nadie le hizo caso,
no tuvo más remedio que seguir a su alocada familia. A varios centenares
de metros de donde se encontraban, podían divisar algo por completo
desconocido para ellos. Una gran acumulación de arena recubría la costa.
El Pingüino mayor, que se había documentado muchísimo sobre España
durante su estancia en el buque, informó al resto de que aquello que
divisaban era una playa.
Y allí fue toda la familia junta, nadando
a contracorriente para poder llegar a aquella playa. Cuando al fin
llegaron, se quedaron encantados con el lugar. Descubrieron que tomar un
poquito el sol también podía ser muy agradable, y que cuando les subía
demasiado la temperatura no tenían más que adentrarse en el océano de
nuevo, aunque solo fuese unos metros. Quedaron tan enamorados de la
costa gaditana que jamás regresaron a su hogar. Fue la primera familia
de pingüinos residentes en España. Si te acercas a su playa, poco antes
de la puesta de sol, puedes observar cada día a la familia al completo,
con sus llamativos colores, observando con admiración el océano y ese
sol que parecía volverse de fuego al entrar en contacto con el agua.