• El 25 de abril, en la Sala Fernando de Rojas del madrileño Círculo de Bellas Artés

En el país de los himnos huecos y los discursos sin rima, Javier Krahe fue un dardo con flecha de punta roma, certero como un verso de Quevedo lanzado desde la barra de un bar a las tres de la madrugada. Han pasado ya diez años desde que este juglar de chaleco y pitillo, hijo bastardo de Brassens y discípulo clandestino de la lucidez, se marchó sin hacer ruido, como si el estribillo de su propia vida no admitiera bis. Pero ni muerto del todo ni vivo del todo: Krahe sigue silbando entre las rendijas de esta España oxidada, donde su sarcasmo aún escuece y su elegancia no encuentra heredero.

El Círculo de Bellas Artes, que es una especie de templo laico donde aún se permite el sacrilegio con estilo, ha decidido recordarlo con música, que es la forma más noble de la nostalgia. Será el 25 de abril, en el Teatro Fernando de Rojas, donde Andreas Prittwitz, un alemán con clarinete y alma flamenca, liderará una banda de cómplices para resucitar la ironía como quien convoca a los dioses paganos del vino y la risa. Con él estarán Luis Fernández al piano, Lila Horowitz al contrabajo y Ton Risco golpeando el aire con precisión de equilibrista. Subirán al escenario artistas con nombre de conspiradores de taberna —Maui, Ruibal, Ombligo y alguno más que se anunciará con la discreción de un brindis entre bastidores—, todos bajo la consigna de mantener vivo al que nunca quiso estar demasiado vivo.

En la platea, se sentará seguramente algún espectador con corbata desajustada y sonrisa torcida, convencido de que en tiempos de dogmas y algoritmos hace falta más que nunca un poco de Krahe, como quien pide absenta en una boda. También acudirán dos de sus más leales custodios: Javier López de Guereña, escudero fiel de guitarra y sobremesa, y Federico de Haro, su biógrafo, que ha hecho de los rastros del cantautor una cartografía emocional para quienes aún creen en el poder subversivo de una canción bien escrita.