TITULO: Trastos y tesoros - CANAL EXTREMADURA - Los guardianes del tesoro,.
Los guardianes del tesoro,.
foto / El libro se titula El folletinista de la calle Bonpland y es una novela por entregas que apareció con seudónimo durante tres semanas de 1969 en la sección Policiales del viejo vespertino La Razón. Trata de un periodista que narra como verdaderas las peripecias de un tardío cuchillero de la época del Centenario y luego, en castigo, es acosado por su fantasma. Un año más tarde, corregida y aumentada, se publicó en una editorial desaparecida. En 1973, un profesor de la UBA la rescató para una colección universitaria dedicada a los “géneros populares” y con un extenso estudio preliminar, que reivindicaba el regreso del folletín y que especulaba sobre quién podía ser su autor: hubo, a lo largo de los años, muchas versiones, que fueron desde escritores consagrados hasta frustrados novelistas que terminaron en la crónica roja. Nadie levantó la mano y nunca se supo la verdad. Un ejemplar de esa primera edición duerme en la biblioteca Jorge Luis Borges de la Academia Argentina de Letras, y otras similares, en librerías de usados de Buenos Aires y en Mercado Libre. Más allá del misterio de la autoría, no es un libro especialmente valioso, y muy pocas personas lo pidieron para consultar su contenido a lo largo de todas estas décadas. Sin embargo, un masculino de unos setenta años con traje gris, gabán y sombrero de ala corta abusó del ingreso semipúblico, mostró un DNI falso (su número pertenece a un jubilado que falleció hace tres años) y dijo que era un investigador de la Universidad Nacional de La Plata; pidió siete libros, los revisó y tomó notas, y a las 18 en punto agradeció a los bibliotecarios y ganó la calle. Cuando al día siguiente uno de los encargados acometió la pila y fue devolviendo cada cosa a su sitio, descubrió que el ejemplar de El folletinista de la calle Bonpland no era el mismo que estaba fichado. El hombre del traje gris había hecho un cambiazo, y había dejado en su lugar un ejemplar más castigado por el tiempo, que tiene manchadas las primeras páginas, como si alguna vez hace lustros alguien hubiera derramado sobre ellas una taza de café. El accidente no alcanzó a arruinar el libro ni impide su lectura. Puede tratarse de un perfeccionista o algo por el estilo, pero el uso de un documento de identidad falsificado lo hace todo más intrigante.
—Si esto es así, se abre todo un abanico de posibilidades —me dice Cálgaris cargando su pipa—. Significa que el tipo no quería mejorar su colección, sino quedarse específicamente con ese ejemplar. Pero ¿por qué querría hacerlo, si no tiene ningún valor extra?
—Puede ser un cleptómano —le respondo, aburrido—. O un fetichista o un demente.
—O el ensayo de un robo —asiente, pensativo. Luego barre el aire, dándome a entender que mueva el culo.
Visito la escena del crimen y converso un rato con el equipo de bibliotecarios: el sujeto en cuestión pidió libros muy diversos y es difícil armar un rompecabezas de sentido, porque además casi no pronunció una palabra durante toda la incursión. No hay registro de esa tarde, porque las dos cámaras de seguridad no funcionan, solo sirven para la disuasión de los visitantes. Son de la época del VHS, y encima de un armario juntan polvo el reproductor, la videocasetera y el monitor antediluviano. Los empleados son cultos y cuidadosos, y aman su incalculable tesoro: hay primeras ediciones de todo el canon argentino del siglo XIX, ejemplares dedicados de puño y letra por sus célebres autores, libros del 1600 que valdrían mucho en Sotheby’s o en Christie’s. Recuerdan, por ejemplo, que en los años noventa un sujeto aprovechó una distracción y se llevó inexplicablemente un tomo de las Obras Completas de Borges, y que después un conocido ladrón del mercado negro, afecto a láminas y mapas y a ediciones caras, apareció en la biblioteca y fue reconocido por el jefe, que se sentó junto a él durante horas para vigilarle el mínimo movimiento y al final le pidió que no regresara nunca más: el vivillo, que era todo un caballero de la cultura, se retiró en silencio con las manos vacías.
Una secretaria me ofrece una visita guiada por todo el palacio Errázuriz, y recorro arriba y abajo Sánchez de Bustamante intentando detectar cámaras de seguridad pública y privada en esquinas y en distintos edificios. Esa se convierte en la principal y más pesada faena. Me lleva dos días enteros pedir permiso y chequear los archivos grabados de los alrededores. Todo lo hago con una credencial apócrifa de la Policía Federal, y con la connivencia del comisario de la 25: los encargados de edificio y de comercio se allanan a mis amables pedidos, y un funcionario de la Ciudad me facilita los monitoreos de tránsito. La mayoría del material resulta un fiasco, pero al tercer día detecto al hombre de traje gris, gabán y sombrero de ala corta a doscientos metros de la Academia tomando un taxi. Avistamos el número de patente, y encontramos al peón que lo manejaba esa tarde. No tiene buena memoria, a pesar de que parece un poco intimidado, pero al cabo cree recordar al susodicho por el sombrero y porque lo dejó en la estación de Retiro. Uno de los hackers, que sigue la ruta del folletinista, me sugiere una librería de Beccar, y entonces decido unir los puntos: me tomo el tren, me bajo en la estación y camino setenta metros. El desconocido vio su catálogo en internet, llamó para preguntar por El folletinista de la calle Bonpland, pidió que se lo describieran detalladamente y cuando se le ofreció enviarle una foto por WhatsApp dijo que usaba un celular diminuto y anticuado, pero que él mismo se acercaría a la mañana siguiente. Se presentó un día de lluvia, hace tres semanas, y ni siquiera revisó por curiosidad los estantes ni las mesas de saldos. Tampoco hizo comentarios: examinó la fecha de edición, pagó en efectivo y salió rápido. Recuerdan la leve mancha de café de las primeras páginas, pero no saben decirme si el masculino tenía un coche estacionado o lo esperaba alguien en la vereda. Me detengo a tomar un expreso en un boliche con sillas de plástico y requiero a la Cueva una revisión rápida de las llamadas entrantes de ese número. Y aprovecho la pausa para comunicarme con Cálgaris y pasarle las noticias. El coronel carraspea:
—Quiera Dios que no haya usado un teléfono público—. Luego avanza en su razonamiento: —¿Qué tenía el ejemplar robado? ¿Una anotación manuscrita?—. Los bibliotecarios de la Academia no recordaban ni siquiera haberlo abierto, como tantos otros libros que reposan en esos ilustres estantes a la espera de un lector. Siento que Cálgaris se alza de hombros: —Todo esto es una gilada, Remil. Si en veinticuatro horas no lo agarramos, seguimos con otra cosa. Nunca hay que estirar la cuerda con un capricho—. Antes de cortar, me pide que hable con la Cueva y que le ordene a los hackers instalar un circuito de cámaras moderno, en calidad de donación: la Casita correrá con los gastos de la instalación y todo el instrumental. El coronel no quiere que la Academia Argentina de Letras, que acaba de cumplir noventa años, permanezca desprotegida y a merced de cualquier cuervo. Transmito la orden y recibo al instante la ubicación del llamado fatal: no es un teléfono público, sino un bar de Núñez, sobre la avenida Cabildo.
Vuelvo en tren, y camino por Juana Azurduy hasta el café señalado: el patrón me convida con una cerveza, porque piensa que soy un cana, y yo no lo desmiento. Tiene muchos clientes que se apoltronan a leer libros a toda hora, pero recuerda específicamente a uno que usa sombrero de ala corta; suele venir por las tardes y tomar dos capuchinos junto a la ventana. A veces pide el teléfono del mostrador para hacer alguna llamada y luego deja buena propina. Paso por el gimnasio de Saavedra para hacer fierros y guantes, me preparo en el departamento de Belgrano R dos sándwiches de salmón y un vodka con hielo, y me quedo despierto hasta la madrugada repasando las andanzas del periodista y del cuchillero, que primero es de carne y hueso, y más adelante se transforma en un fantasma molesto y maligno. Al mediodía estoy de nuevo en el bar de Cabildo, apostado en una mesa lejana, esperando al caballero. Que esa tarde no se presenta.
—Ya establecimos la trazabilidad, coronel, no me releve ahora —le pido a Cálgaris después de narrarle el primer fracaso.
A regañadientes, ya un poco mosqueado, me da una tarde más. Una sola. Felizmente, el desconocido esta vez no falla. Aparece a las tres en punto, con sombrero y todo, aunque no de traje gris, sino con un pulóver grueso y una campera de gamuza. Carga con un libro antiguo de tapas duras y doradas. Efectivamente, no baja de setenta años. Un individuo poco comunicativo y algo melancólico: distrae a cada rato la lectura y se queda con la mirada perdida. Toma dos capuchinos y un agua sin gas, pasa al baño, paga su deuda y luego camina por Cabildo, gira a la derecha y alcanza la calle Cuba. A doscientos metros ingresa en una casa decrépita de la vereda impar. De pronto la dirección me activa algo en la memoria, y reviso el chat de la Cueva. Qué estúpido —me recrimino—, el jubilado del DNI: se apellida Lazarte y falleció en el 18, pero el último domicilio registrado es esta misma casa descangallada. Creíamos que era un clásico robo de identidad y un documento falsificado por un profesional del yeite. Pero no era, en realidad, más que un documento viejo y real, al que le cambiaron la foto, y a lo mejor ni siquiera eso. Nos creímos inteligentes y somos unos reverendos boludos.
Espero quince minutos más y toco timbre. El ladrón sale a atender y sé por sus ojos que al verme la pinta lo asalta un mal presagio. Coloco un pie estratégico para que no pueda cerrarme la puerta en la cara y le muestro la Glock: retrocede pálido, aunque sin rasgo de sorpresa, al interior oscuro y silencioso, y yo avanzo y cierro a mis espaldas. Es un living comedor largo y descuidado, con muebles de los años cincuenta y dos alfombras manchadas. Hace más frío adentro que afuera. Al fondo se adivina la luz de un patio interno y las puertas de dos dormitorios; también la cocina, adonde nos dirigimos sin despegar los labios. Tiene las hornallas prendidas e incluso un calentador eléctrico, y el libro de tapas duras abierto sobre la mesa de fórmica carcomida. No hace ningún reclamo ni balbucea ninguna protesta: se imagina quién soy y sabe perfectamente por qué lo visito. Con una seña me invita a sentarme en una silla crujiente; él recuesta una nalga en la mesada baja, hace bailar un poco su pierna derecha y esboza una sonrisa triste.
—Usted no escribió El folletinista de la calle Bonpland —adivino.
—No, para nada —niega con una mueca extenuada: tiene una voz tabacal con un acento indefinible—. Lo más interesante que alguna vez fui –se detiene, me pregunta—: Dejé de fumar hace tres años, ¿tiene un cigarrillo?
Le ofrezco uno y se lo enciendo. Aspira el humo como si se tratara de oxígeno vital; le tiembla un poco el pulso.
—Lo más interesante que yo alguna vez fui, y dejé de ser, fue un militante revolucionario —completa. Luego mira con atención la brasa—. A mi viejo lo mató el pucho, ¿sabe? Tuvo un final horrible.
Lo dejo venir. Se oyen gorjeos en el patio y una lejanísima melodía de Pugliese que reconocería en cualquier lugar de la Tierra. Me echa una ojeada evaluativa y decide ir al grano:
—Estuve dos veces exiliado en Italia. La primera vez que volví fue en 1979. Ya se imaginará para qué.
—Sí, me lo imagino.
—La dictadura estaba en crisis y el pueblo, listo para ser conducido a la victoria.
—Veo que tuvo suerte.
—Mucha, mucha —asiente—. Es una larga historia.
—Vamos a concentrarnos en El folletinista de la calle Bonpland.
Se calienta las manos en una hornalla, se las frota. Después arrastra otra silla, la coloca al revés, se sienta como si la cabalgara y apoya los brazos en el respaldo. La Glock sigue a la vista: sabe perfectamente que puedo meterle una bala en el cerebro al más ínfimo gesto. Echa una nueva columna de humo por la nariz.
—Teníamos nuestra retaguardia —dice, nostálgico—. Por lo general, gente de superficie, en el exilio interior, operativos disfrazados de perejiles. En este caso, un profesor de literatura. Él y otros de la Orga tenían la orden de actuar como frente financiero. Había también un joyero de Villa Martelli con buenos contactos.
—¿Un joyero?
—Se atesoraba en oro, para preservar el valor —se ríe—. Ya por entonces este país no tenía moneda.
La música de Pugliese no se termina, pasa de tema a tema, pero ya no hay un solo gorjeo en el patio. Como si todos los gorriones se hubieran callado de repente, o estuvieran muertos.
—Los servicios prendieron la alerta total, y alguien cantó que el profesor era responsable de la logística.
—Y empezaron a seguirlo.
—Conocía la Academia, por su trabajo la frecuentaba —dice, y aplasta los restos del pucho en un platito de té—. Supongo que visitó la biblioteca y que pidió un libro al azar. Estuvo un rato largo leyendo, y lo marcó sin que los empleados se dieran cuenta. Suponemos que hizo esa anotación porque al salir llamó a un compañero y le explicó que dejaba la llave en El folletinista de la calle Bonpland. Así dijo: la llave. Pero sin decir dónde. Dos días después lo mataron en un enfrentamiento.
–Y el compañero zafó.
—No se crea que tanto: lo chuparon y lo dejaron a la miseria. —Ahora el caballero parece por primera vez dolido—. Y no sabemos por qué lo largaron. A lo mejor porque era nadie. Su familia lo puso en un avión y lo mandó con guita a España. A la vuelta de toda esta gira, dos muchachos de la Conducción lo visitaron en Valencia. Estaba en un manicomio, parecía un zombi.
—Zombi y todo les mencionó El folletinista de la calle Bonpland.
—Sí, pero en el aire, como alucinando. Ninguno de sus compañeros salió con vida de la ESMA. Ni siquiera el joyero. Era una ratonera.
—Creyeron que los grupos de tareas se habían quedado con el botín.
—Como tantas veces. ¿Tiene otro cigarrillo?
Le doy el segundo y vuelvo a encendérselo. Sus ojos parecen más oscuros y menos brillantes. La luz de la tarde se está apagando.
—Yo ya tenía decidido abrirme —agrega—. Habíamos sido derrotados, nos habíamos mandado tantas cagadas.
—¿Y entonces?
Se queda unos segundos pensando el mejor modo de explicarse. Al final decide ir por la vía rápida:
—Y entonces me borré. Conseguí un laburo en Milán y traté de olvidarme de la Argentina. Y durante un tiempo lo conseguí, se lo aseguro. Tenía una negación total, una especie de amnesia, y no sabe lo que me costaba llamar a mi viejo para ver cómo seguía. Me costaba un huevo. Pero la vida en Italia tampoco fue un lecho de rosas.
Me mira a fondo por primera vez:
—Nunca pude reivindicar aquella época, ni supe cómo aprovechar mi historia. Simplemente, la saqué del medio y le pegué derecho, como si no hubiera que pagar las facturas.
Tengo un déjà vu; conozco otros amnésicos. De nuevo lo dejo venir.
—El problema es que en su lugar quedó un hueco muy, muy grande —dice contemplándose la sombra que se quiebra en el piso y sube por la heladera. Observo sus zapatos gastados.
—¿Volvió para acompañar a su padre o porque ya no le quedaba más plata? —le pregunto.
Se ríe francamente, vuelve a dar una pitada.
—Por las dos cosas.
—Heredó un buen terreno y la casa puede reciclarse —digo echando un vistazo en redondo.
—Hipotecada —me corta, achicando los ojos—. ¿Qué sabe de los ludópatas, comisario?
—Que la plata nunca alcanza —repongo—. Comenzó a pensar en el oro.
—La desesperación agudiza los sentidos —asiente, rascándose una ceja—. Pero, mire, todo fue una casualidad. Me encontré por el centro a la hermana del profesor. Estaba en una marcha por los derechos humanos, o alguna de esas huevadas. Estuve en la casa de sus viejos, que todavía viven.
—Ellos le hablaron de la Academia.
—Iba muy seguido a estudiar en ese silencio, rodeado de libros. Le decía a su familia: “Acá hay mucho ruido, me voy al templo”. Esa biblioteca era su templo.
—¿Criptografía básica?
—Básica pero difícil de ubicar —aclara—. Se necesita el libro para buscar el mensaje, que al final consistía en una serie de coordenadas muy bien escondidas, casi invisibles. Lo cambié porque necesitaba examinarlo con atención y sin levantar sospechas. Supuse que nadie se daría cuenta de que no era el mismo ejemplar; por eso no me preocupé demasiado por el DNI de mi viejo. Que dicho sea paso, era bastante parecido a mí. Vea.
Veo que extrae de un bolsillo interior, con sumo cuidado y con dos dedos, el documento. El viejo Lazarte era una versión más hundida y menos elegante, pero con un innegable parecido: a golpe de vista uno y otro son la misma persona. Se lo devuelvo.
—¿El paquete seguía donde lo enterró? —quiero saber—. ¿O construyeron encima un edificio?
—Nada de eso —niega con una nueva sonrisa, un poco más animada o tal vez más sardónica—. Una cámara subterránea, en el nicho de su propia familia. En un pequeño cementerio de una ciudad de la provincia de Santa Fe. Cerca del límite norte.
—Convenció a la hermana.
—No, no muestra las palmas—. Bastó con darle unos mangos a un encargado. No se imagina la excitación, tenía taquicardia.
Nos envuelve el silencio; el sol pareció retirarse y la sombra empieza a encogerse. En el patio unos gorriones retomaron la rutina.
—No vengo por el oro, vengo por el libro —le aviso.
Mueve la cabeza y respira profundo. Ya no necesita cigarrillos, ni conversación. Se levanta y lo imito. Pasamos a un salón con escritorio y estantes llenos. El folletinista de la calle Bonpland está a la vista, inocente de todo. Me lo entrega sin ceremonias. Lo cargo como si fuera un explosivo.
—Un enigma dentro de otro enigma: leí mucho sobre ese folletín en Internet —dice, ahora con vivo interés—. ¿Quiere ver el paquete?
—No podría resistirme.
Me señala un pasillo, que deriva en el patio. Pugliese se sigue colando por la medianera. Hay una pajarera enorme y vacía; muchos malvones, paredes con manchas de humedad, baldosas cuarteadas. Al fondo, una puerta de vidrio y de hierro da a un taller de trastos y herramientas. Dejo, prudentemente, que Lazarte ingrese primero y mantengo mi Glock desenfundada. Pero no se trata de una emboscada, sino de una ironía. Una ironía del destino. Me acerco con cuidado a la mesa que me señala. La maleta permanece abierta, y tiene el cuero deteriorado y descolorido, pero los fajos parecen intactos y los billetes no han perdido legibilidad. Pesos argentinos, sin lesiones y sin moho. Sacados de circulación hace décadas, y víctimas de incontables devaluaciones.
—¿Cuánto calcula que me darán en el Mercado de Pulgas, comisario?
—No llegó a convertirlos —pienso en voz alta—. La quimera del oro.
—Usted lo ha dicho.
Nos quedamos mudos un rato, contemplando el tesoro evaporado y perdido. Luego le pido un fajo y me lo guardo en el bolsillo de la campera. Es un souvenir para Leandro Cálgaris. Enfundo también la Glock y me hago acompañar hasta la salida. En la vereda nos damos la mano sin reproches. Mientras camino hasta Cabildo pienso cuántos ahorros y chucherías le quedarán a Lazarte antes de levantarse la tapa de los sesos.
Ese mismo jueves, a las 16.30 en punto, participamos del clásico té de camaradería de los académicos, y el coronel les relata pormenorizadamente el extraño viaje de El folletinista de la calle Bonpland. Dedican media hora más a intercambiar nuevas especulaciones acerca de su autoría literaria, y acuerdan no ventilar el robo ante los medios de prensa por obvias razones. Poco antes de la apertura de sesión, nos dirigimos a la biblioteca y Cálgaris le entrega a su director y a sus ayudantes el ejemplar que sacó Lazarte del palacio Errázuriz. Los verdaderos guardianes del tesoro lo reciben como si fuera una pieza única y lo devuelven amorosamente a su lugar. Están emocionados.
TITULO: Leyenda del fútbol dice adios - Muere Pérez-Payá, ex jugador de Atlético, Real Madrid y ex presidente de la Federación,.
Muere Pérez-Payá, ex jugador de Atlético, Real Madrid y ex presidente de la Federación,.
Ganó dos Copas de Europa y formó parte de la “Delantera de Cristal” rojiblanca. Precedió en la RFEF a Pablo Porta,.
José Luis Pérez-Payá, uno de los componentes de la famosa “Delantera de Cristal” del Atlético de Madrid junto a José Juncosa, Larbi Ben Barek, Henry Carlsson y Adrián Escudero, y ex jugador del Real Madrid, equipo con el que conquistó dos Copas de Europa, ha fallecido a los 94 años. Pérez-Payá también fue presidente de la RFEF entre los años 1970 y 1975 además de miembro de la junta directiva de la sección de veteranos del Real Madrid. Sin embargo, será recordado por sus años en el Atlético, donde desarrolló su mejor fútbol entre 1950 y 1953 con el premio de una Liga, la que ganó junto a sus compañeros en la temporada 1950/51 con el técnico Helenio Herrera en el banquillo.
En total, con la camiseta rojiblanca, Pérez-Payá firmó 30 goles en 65 encuentros. Sus números llamaron la atención del Real Madrid, donde jugó las tres últimas temporadas de su carrera sin mucha presencia en un equipo gobernado por Alfredo di Stéfano.
Antes de llegar al Atlético y de fichar por el Real Madrid, inició su carrera profesional en 1946, cuando formó parte del Universidad de Deusto. Después, jugó en el Baracaldo (1948-1949), en el Alcoyano (1949-1950), en la Real Sociedad (1950) y, finalmente, en el Atlético y el Real Madrid. En las filas del conjunto blanco ganó otras dos Ligas y conquistó las dos primeras Copas de Europa (1955/1956 y 1956/1957) tras superar al Stade de Reims y al Fiorentina, respectivamente, en dos finales en las que no dispuso de minutos.
“El Real Madrid, su presidente y su Junta Directiva lamentan profundamente el fallecimiento de José Luis Pérez-Payá, que vistió la camiseta de nuestro club entre 1953 y 1957. El Real Madrid quiere expresar sus condolencias y su cariño y afecto a su esposa María del Carmen, a su hija Ana Isabel, a sus hijos Ignacio y Rafael, a sus nietos y a todos sus familiares y seres queridos, así como a todos sus compañeros y clubes donde jugó”, publicó el club blanco.
En el Real Madrid acumuló otros 36 encuentros de Liga en los que marcó 13 goles. Y, a lo largo de su carrera, sumó 47 tantos en el torneo de la regularidad entre la Real Sociedad, el Atlético y el conjunto blanco. Tras su retirada, ejerció durante cinco años como presidente de la RFEF (22 de septiembre de 1970-26 de mayo de 1975) para dar paso a Pablo Porta, que estuvo en el cargo hasta 1985.
TITULO: Domingo - 25 - Agosto - LA SEXTA TV - Ambulancias, en el corazón de la ciudad - Casi 750 detenidos y 7 muertos en las protestas de Venezuela contra el resultado electoral ,.
El domingo - 25 - Agosto , a las 21:30 por La Sexta, foto,.
Casi 750 detenidos y 7 muertos en las protestas de Venezuela contra el resultado
electoral,.
La policía usa gases lacrimógenos y dispara perdigones contra los manifestantes,.
El fiscal general de Venezuela, Tarek William Saab, anunció este martes la detención de 749 personas durante las protestas contra la cuestionada reelección del presidente Nicolás Maduro, y alertó que la cifra puede crecer durante las próximas horas. "Hay 749 de estos delincuentes detenidos", dijo Saab en una declaración a la prensa en la que especificó que el Ministerio Público evalúa acusarlos. Además, al menos siete personas ha muerto en las últimas horas por su participación en las protestas contra el resultados de las elecciones presidenciales de este 28 de julio. El mandatario Nicolás Maduro responsabilizó de estos hechos a la oposición mayoritaria.
"Hemos sido testigos de un conjunto de eventos (...) ataques violentos, pudiera llamarse criminales, terroristas (...) se han capturado, en flagrancia directa varias decenas de estas personas", dijo Maduro, quien fue proclamado presidente reelecto este lunes por el Consejo Nacional Electoral (CNE).
El líder chavista, en el poder desde 2013, indicó que el 80 % de los capturados "tienen antecedentes penales" y algunos de ellos -señaló- retornaron al país en vuelos de deportación desde Estados Unidos, pero no facilitó las identidades ni brindó más detalles. Además, prosiguió, casi el 90 % "tienen dos características: están en estado avanzado de drogadicción y están armados".
"Llamo a la más poderosa reacción de repudio a estos hechos criminales, hechos por delincuentes de los comanditos", expresó Maduro, en referencia a los grupos de ciudadanos relacionados con la Plataforma Unitaria Democrática (PUD), el principal bloque opositor, sector al que acusó de tener un plan para "volver a desestabilizar a Venezuela".
Entre las acciones denunciadas por Maduro, hubo ataques a "un centenar" de los más de 15.000 centros de votación habilitados para los comicios, destrucción de "materiales electorales", quema de "alcaldías" y agresiones a efectivos de la Fuerza Armada Nacional y agentes de la Policía Nacional Bolivariana (PNB), denuncias que las autoridades no hicieron el domingo, día de los comicios, cuando aseguraron que la jornada había transcurrido sin incidentes.
De acuerdo con el Gobierno, al menos 23 militares han resultado heridos, "algunos con armas de fuego, víctimas de los actos violentos" de este lunes, cuando miles de venezolanos salieron a las calles de Caracas y varias regiones del país a protestar, acciones que, en varias de ellas, hubo represión por parte de militares y policías.
Estatuas de Chávez derribadas
EFE constató que efectivos de la Guardia Nacional Bolivariana (GNB, Policía militarizada) y de la Policía Nacional Bolivariana usaron gases lacrimógenos y dispararon perdigones contra los manifestantes que protestaban pacíficamente en una zona de Caracas hasta la llegada de los efectivos, y detuvieron a una veintena de ellos.
Durante la jornada, al menos cuatro estatuas del fallecido mandatario Hugo Chávez (1999-2013) fueron derribadas por manifestantes, en rechazo a los resultados oficiales de las elecciones, facilitados por el Consejo Nacional Electoral (CNE), según los cuales Maduro obtuvo el 51,2 % de los votos y el candidato de la PUD, Edmundo González Urrutia, el 44,2 %, datos ampliamente cuestionados por la coalición opositora y buena parte de la comunidad internacional.
TITULO: CAFE GIJON - MANZANAS VERDES - Fútbol - Femenino - La Roja obra el milagro ,.
CAFE GIJON,.
Café Gijón - foto,.
MANZANAS
VERDES -Fútbol - Femenino - La Roja obra el milagro ,.
MANZANAS VERDES - Fútbol - Femenino - La Roja obra el milagro . , fotos,.
Fútbol - Femenino - La Roja obra el milagro ,.
Resultado Final - España da un paso decisivo hacia la medalla venciendo a Colombia en penaltis (2-2, 4-2),.
La campeona del mundo remonta un 0-2 para llevar la eliminatoria a la prórroga y obtener el pase en los penaltis. Cata Coll paró uno. Brasil, rival en semifinales
Susto o muerte. Muerte y resurrección. Debacle o milagro. Decepción o enfilar el camino a las medallas. Como si Doctor Strange se hubiera dejado caer por Lyon, los diferentes futuros de la Selección española aparecieron en su horizonte durante la histórica eliminatoria de cuartos de final de los Juegos que disputó ante Colombia. Sufrió los zarpazos de Mayra y Leicy Santos, se curó las heridas con goles de Jenni Hermoso y Paredes para forzar la prórroga y avanzó hasta semifinales en la tanda de penaltis. Cat-a-woman Coll paró uno y Aitana anotó el decisivo.
Si hubiera sido un combate de boxeo, Colombia habría ganado el primer punto con ese himno coreado a capela por sus futbolistas cuando terminó el reproducido en el Estadio de Lyon. Onces de gala y saque inicial para la historia de ambos equipos, por primera vez en unos cuartos de los Juegos, protagonizado por Mayra Ramírez, a priori, el terror de La Roja. España comenzó combinando con su habitual criterio, Cata Coll entró en contacto con el balón, con los pies, pronto despejando alguna que otra duda sobre su buena visibilidad con la máscara protectora de nariz que le toca lucir. Por su parte, la mexicana Katia García demostró que el listón para pitar una falta estaría alto en los primeros instantes, cuando dos jugadoras españolas recibieron sendos golpes sin que fuera señalada falta. Por ahí iban a buscar las cosquillas las cafeteras a las de Tomé.
A los siete minutos, no obstante, Salma Paralluelo probó a Tapia tras un gran pase de Alexia al interior del área. Con Colombia mordiendo en cada balón dividido, las de rojo caían al suelo cada poco. Y tras un primer amago de carrera de Mayra que Aleixandri cortó con agarrón y amarilla, llegó el jarro de agua fría: presión de Paví y Carolina Arias sobre Alexia en una jugada que la árbitra mexicana dejó claro desde el principio que no señalaría como infracción y el balón llegó rápidamente a los pies de la poderosa delantera del Chelsea, que rompió a Paredes y batió a Coll por bajo con un disparo perfecto. A los 12 minutos de partido, las campeonas del mundo tenían ante sí el peor escenario posible: un rival listo para salir al contraataque por delante en el marcador y una árbitra permisiva con los contactos.
Con el cuerpo frío todavía, a la Selección española le tocó secarse el fluido arrojado gota a gota. Mariona encontró a Aitana en el segundo palo para que la vigente Balón de Oro se relamiera, pero no se comiera a su presa ante Tapia en el 25′. A Alexia se le fue alto un tiro con todo a su favor en el 31′. La 11 también apretaba los dientes, pero las de Tomé seguían sin poder echarse nada a la boca. Colombia, por su parte, metía el miedo en el cuerpo a la afición de La Roja en cada contragolpe. De hecho, la pequeña y habilidosa Paví, que avisó en la previa con “sorpresas”, se topó dos veces con el palo, una anulada por fuera de juego. La 7 cafetera parecía el demonio de Tasmania, pero en una arrancada se lesionó y tuvo que abandonar el campo en el 45′. La única buena noticia para las de Tomé en una primera parte espesa, imprecisa y falta de ideas. Como si las que jugaran no fueran las campeonas del mundo.
Muerte y resurrección
Con todas calentando al descanso, hasta Misa, la entrenadora asturiana no tocó el equipo inicial. Aitana intentó ajustar su mirilla nada más salir. Fuera. Insistió en el 48′: a las manos de Tapia. Colombia se agazapaba en su campo para mostrar sus garras al contraataque. Teresa entró al campo por Patri en el minuto 52. No dio tiempo a saber siquiera si el equipo reaccionaría. Linda Caicedo cabalgó con Athenea hasta dejar atrás a su compañera en el Real Madrid y chutó con el alma. Coll repelió el balón, pero cayó dentro de un área donde Paredes lo pinchó y Leicy Santos le robó para ponerlo en la jaula. España estaba muerta.
Tomé intentó revivirla dando entrada a Jenni Hermoso y Alba Redondo, pero las Arias, Carabalí y Vanegas eran inexpugnables. Ni por alto, ni por bajo. Colombia era todo ganas, luchaba por cada balón como si le fuera la vida en ello. Y en eso, como en el himno, también ganaron a La Roja. Linda abandonó el campo en camilla y Cata Coll sacó un pie imposible para evitar el tercero de las cafeteras en el 77′. La poca afición española se vino arriba para que las suyas lo intentaran con el último aliento y Jenni Hermoso sacó la varita para meterlas en el partido. En el 79′, la campeona del mundo dio señales de vida. Y tuvo el segundo Alba Redondo en el 81′ con un remate al primer toque tras genialidad de Mariona, pero se le fue alta. Mayra también salió del césped después de sufrir calambres. El esfuerzo físico hacía mella en las sudamericanas.
La 10 de La Roja volvió a probar suerte en una recta final en la que La Roja sí pareció estar jugándose la vida. Ya en los diez minutos de añadido, Tapia quedó tendida en el suelo. Colombia, obviamente, quería que el balón rodara lo menos posible. Lo consiguieron durante cinco minutos. Pero en cuanto volvió a deslizarse sobre el verde, España empató: centro de Salma Paralluelo, que acabó jugando de carrilera izquierda, y llegada con el corazón de Paredes. La capitana. La que había fallado en los dos goles cafeteros. ¡España estaba viva y la eliminatoria se iba a la prórroga!
Y ahora las que corrían como nunca eran las que vestían de rojo. Jenni Hermoso armó la pierna en el 93′ en un ensayo al que le faltaron centímetros. O quizá minutos, como ella reclamaba. Carabalí y Daniela Arias continuaron achicando aguas con la energía que les quedaba en las piernas. Estaban encerradas, asediadas, pero resistían de pie como auténticas guerreras. La segunda parte siguió el mismo guion y el reloj corría a favor de las sudamericanas. Paredes volvió a aparecer como killer en el área en el 109: cabeceó un centro de Jenni Hermoso que detuvo bien Tapia. Paso a paso los cuartos de final dibujaron la senda a la tanda de penaltis. Ni con el subidón del 2-2, La Roja no fue capaz de hacer el tercero. Al punto fatídico. Coll detuvo el primero de Usme. Mariona marcó. Vanegas respondió. Eva Navarro no falló. Salazar lo mandó a las nubes. Paralluelo acertó. Carabalí también. Turno para la Balón de Oro. Aitana terminó de obrar el milagro. ¡España está en semifinales!
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