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MAS VALE TARDE LA SEXTA - BICICLETA - La lotería - Cruz Roja - La
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LA NOCHE ABIERTA ,.
Progroma presentado por Pedro Ruiz, entrevistas por La 2 los martes a las 22:30, un gran espacio de música, foto etc.
Su zapato extraviado bicicleta,.
En aquellos tiempos todavía no odiaba nada ni a nadie. Tenía doce años y estaba enamorado. Meses atrás, no muchos, había cruzado el océano en un barco de emigrantes, había visto llorar a hombres rudos, había llorado a mi vez y me había escapado de popa a proa para ponerme a soñar con América.
Miraba el horizonte y fantaseaba acerca de llanuras, caballos impetuosos, espuelas de plata y sombreros de alas anchas.
Lo que me esperaba al cabo de la travesía fue un puerto como todos, hierro y óxido, anchas avenidas empedradas, bandadas de palomas y más allá una ciudad como un muro. Después vino el tren lento a través de los campos invernales, estaciones vacías, campanazos que anunciaban las partidas y estremecían el silencio y, finalmente, el pueblo. Nada de sombreros de ala ancha.
Lo primero fue cambiar los pantalones cortos por unos mamelucos, los zapatos por alpargatas. Me enseñaron el recorrido de la clientela, me dieron una bicicleta y me pusieron a repartir carne. Tuve que enfrentar el desconocimiento del idioma y soportar las burlas de los pibes en las que, por lo menos al principio, no alcanzaba a distinguir más que la palabra gringo. De todos modos no me quedaba quieto y cuando tenía uno a mano me le tiraba encima. Pero no había demasiada convicción en esas peleas. Y en los baldíos, en las calles de tierra, lo único que dejamos fueron algunos botones de nuestra ropa.
Lo cierto es que ahora pedaleaba de mañana, pedaleaba de tarde y
estaba enamorado. Ella se llamaba Renata, usaba trenzas, tenía los ojos
pardos y vivía en una gran casa, con una chapa de bronce en la puerta,
donde yo tocaba timbre cada día para entregar el pedido. La amaba porque
era hermosa, porque era la hija del doctor y porque era malvada. Por lo
menos eso comentaban entre ellas algunas clientas, cuyas hijas eran
compañeras de Renata en el colegio de monjas. Nunca me pregunté qué
clase de perversidades pudieron haberle ganado ese calificativo. Pero en
esos meses, para mí, la idea de la maldad se convirtió en un atributo
de la perfección.
El domingo en que la vi por primera vez, Renata cruzaba la plaza con
unas amigas: venían de misa. Ella caminaba en el centro, lideraba el
grupo, hablaba muy seria, la cabeza erguida, y las demás alborotaban
alrededor.
Vaya a saber lo que sentí realmente, quedé turbado y esa noche tardé en
dormirme. De algún modo debí intuir que con aquel encuentro se abría una
etapa nueva. Hasta ese momento me había estado asomando al pueblo y sus
calles como sobre un pozo sin fondo, donde no había respuestas, ni
siquiera preguntas, sólo estupor y una calma de agua estancada. Recuerdo
los amaneceres escarchados, la quietud del río, las noches sin vida,
los dos caballos tristes y pacientes bajo la lluvia en el terreno
cercado por alambres de púas, frente a nuestra casa. Vivía como
aletargado por todo eso, sumergido en un asombro quieto y distante. No
sabía si algo en mí estaba exigiendo un cambio. Era un adolescente
inquieto, aunque la prueba a la que estaba sometido casi no me permitía
rebeldías, no pedía aceptación ni rechazo, simplemente me rodeaba con su
abandono, me enquistaba y me anulaba.
Después de encontrarme con Renata, en los días siguientes, cuando
averigüé que vivía en aquella casa y me puse a soñar con ella, aprendí,
entre otras cosas, que había en mí una capacidad de sufrimiento hasta
entonces insospechada. Y me lo repetía a cada rato: “Sufro, estoy
sufriendo, nunca sanaré de este dolor”. Estaba realmente convencido.
Pero también era cierto que todo ese desgarramiento no me debilitaba, al
contrario, comenzaba a instalar señales reconocibles y familiares en
esos días vacíos. A medida que aceptaba ese mundo como mío, percibía que
se iba desintegrando la rigidez que me separaba de todo. La esperanza
que cada mañana respiraba en el aire frío, el sobresalto renovado cada
vez que veía a Renata salir del colegio entre sus compañeras (un
delantal blanco siguió representando para mí, durante mucho tiempo, el
símbolo del amor y la aristocracia pueblerina), eran cosas reales, que
me devolvían una identidad. De este modo, sin saberlo ella, la presencia
de Renata iba introduciendo cierto orden en mi desconcierto. Me hundía
en la impotencia y al mismo tiempo me salvaba del desarraigo.
Seguramente, por lo menos al principio, ni siquiera debió darse cuenta
de mi existencia. Y aun más tarde, después del encuentro en el jardín,
es probable que no haya vuelto a fijarse ni a acordarse de mí. Sin
embargo, desde esas distancias, ella me marcaba una dirección. Yo me
sometía, sufría y me sentía vivo.
Y así, aquellas calles se llenaron de actividad, de cálculos, de
horarios, de estrategias. Siempre estaba yéndome o llegando, partía en
mi bicicleta con cualquier excusa, me ofrecía para todos los mandados.
Pasaba por su casa, por la de alguna amiga, por la iglesia, por el club,
por cada sitio donde suponía que podía estar. Corría permanentemente.
En realidad, era ella la dueña del movimiento. Se desplazaba y yo
respondía girando a su alrededor, a una cuadra de distancia, a cinco, a
diez, como si estuviese atado con un hilo, ensayando vastos rodeos,
encarando finalmente por una calle donde ella venía avanzando, para
cruzarla de frente y pasar a un par de metros, pedaleando fuerte, la
mayoría de las veces sin atreverme siquiera a mirarla. Llevaba en el
bolsillo una libreta en la que anotaba:
“Martes 17, la vi; miércoles 18, la vi; jueves 19, la vi dos veces; viernes 20, la vi, me parece que me miró”.
Una mañana toqué timbre y salió ella a atenderme. Había delirado con esa
ocasión, pero no supe qué hacer y todos mis planes se diluyeron. Me
quedé mirándola, inmovilizado, con mis mamelucos color ladrillo y mis
alpargatas deshilachadas.
—Traigo la carne —murmuré, con un tono y una torpeza que me hicieron sentir avergonzado.
No se dignó tomar el paquete. Se hizo a un lado y me señaló una puerta:
—Dejalo ahí, sobre la mesa.
Obedecí. Cuando ya me iba oí que decía:
—Esperá.
Me detuve.
—¿Por qué siempre me andás mirando? —preguntó.
Sentí que me temblaban las rodillas y aparté la vista. Me dije que no
habría otra oportunidad como ésa y me esforcé por construir una
respuesta en un castellano decente, aunque cuando la tuve lista ya era
tarde.
—Vení —dijo Renata.
La seguí. Recorrimos el pasillo y salimos, por la puerta del fondo, al jardín que tantas veces había vislumbrado desde la calle. Aquello era como estar en un mundo prohibido. Renata me guió entre una doble hilera de naranjos, hasta la pared que separaba el terreno de la casa vecina.
—¿Sabés qué es? —preguntó señalando con el dedo.
—Un rosal —contesté.
—Eso es lo que parece —dijo.
Se mantuvo en silencio, pensativa, durante unos minutos, y advertí que era más alta que yo. Después se acercó más al rosal y me contó una historia:
—Mi bisabuela se llamaba Renata, igual que yo. Mi bisabuelo viajaba y
la dejaba mucho tiempo sola. Era una mujer bellísima. Se enamoró de un
sobrino, quince años menor que ella. Pero él la rechazó. Entonces lo
mató y lo enterró acá, junto al muro. A la semana notó que en este lugar
había nacido un rosal. Tomó una tijera y lo cortó. El rosal volvió a
crecer. Lo cortó. Y así muchas veces. Hasta que un día, mientras trataba
de arrancarlo, se pinchó un dedo con una espina y quedó embarazada.
Cuando dio a luz vio que el chico era el sobrino al que había asesinado.
Pensó matarlo otra vez, pero finalmente decidió criarlo. El chico no
paraba nunca de mamar, jamás estaba satisfecho. Acabó con su leche y
comenzó a chuparle la sangre. Mi bisabuela se fue debilitando y al
tiempo murió.
Mientras hablaba, Renata no había dejado de mirarme. Calló y oí el chillido de los pájaros.
—Dame la mano —dijo ella.
Estiré el brazo. Me arrastró suavemente, acercó mi mano al rosal para que me pinchara con una espina. Soporté sin chistar, sin moverme. Retuvo mi dedo para ver brotar la sangre. Entonces busqué en sus ojos el placer perverso del que había oído hablar. Lo que vi fue gravedad y, me pareció, un velo de tristeza.
—Ahora —sentenció—, vas a quedar embarazado, como mi bisabuela.
Me soltó. Un golpe de viento trajo el olor de la primavera próxima. Sentí que ese jardín no se encontraba en el pueblo, sino en otra parte, lejos, y que tal vez nunca tuviese que marcharme. Por un momento pude pensar que entre Renata y yo no había diferencias, que éramos iguales y lo seguiríamos siendo mientras permaneciésemos ahí.
Ella volvió a hablar.
—Andate —dijo.
No había prepotencia en su voz, ni siquiera era una orden, sino la manifestación simple y clara de algo que debía ser hecho.
Crucé el jardín, salí a la vereda y caminé hasta doblar la esquina. Apoyé la bicicleta contra un árbol, saqué mi libreta, la abrí y aplasté la gota de sangre sobre una hoja en blanco. Volví a guardarla en el bolsillo de la camisa, contra el corazón. Después me llevé el dedo a los labios y lo mantuve ahí. Monté y pedaleé calle abajo, hacia el horizonte quieto y abierto que se divisaba más allá de las casas.
TITULO: Hora Punta, el programa de TVE de Javier Cárdenas - 7 Poemas - Esta muerto de sueño,.
7 Poemas - Esta muerto de sueño ,.
foto / Dejas las bolsas de los niños en la entrada. Huele a humedad y huele, también, a otra cosa. Intuyes algo, y lo sabe. No se atreve a mirarte. Te despides y regresas a la calle. El cielo se derrama sobre las aceras. Ya en casa, observas los tejados. Las vidas que ocultan. Y las mentiras. Y las traiciones. Esperas que alguien llame para salvarte. Compruebas el teléfono, te fundes con las sombras. Pero nadie llama. Estás solo. Y hace frío en esta parte del mundo. Se cuela por las ventanas para helarte los pulmones, para impedirte respirar. Conoces esa sensación. Sientes cómo avanza desde la raíz. Te concentras en ti mismo. No puedes hacerlo. Y eso es lo único que ahora importa.
Ocurre con cada mensaje. Tenemos que hablar. Y piensas en cuervos, y en herramientas que hacen daño si se usan bien. Tenemos que hablar. Y siempre es lo mismo. Y siempre es mentira. Te abrigas y sales a correr. Repasas mentalmente la conversación, mientras tus pulmones se abren buscando aire. Conoces la estrategia, y sabes cómo acabará la escena. Deja de llorar. No te preocupes. ¿Cuánto necesitas?
Te golpea un cierzo que huele a tierra húmeda. Piensas en mujeres que no encuentran lo que buscan, y no se sacian. Y piensas en hombres sin mujeres, que vomitan soledad. Piensas en un desierto azul que se extiende desde tu lengua hasta unos labios que son de arena. Y piensas en la mentira, y en la náusea, y en todo lo que hace daño y se ha pegado a tu piel. Piensas en piedras y cuchillos. En eso también. No dejas de pensar. En piedras y cuchillos.
Hace frío, pero te obligas a mantenerte en guardia. Estás en el centro. Tu mirada se pierde entre edificios abandonados y caminos sin asfaltar. No mereces esto. Eres bueno. Lo repites diez, cien, mil veces. Eres bueno. Pero no sirve de nada. No te escucha nadie. Piensas en sus pequeños corazones. Tienes que evitarlo. Que nada los manche. Cuando posas tus ojos en el tejado de la casa, ya sabes que los cuervos están dentro.
Estudias la distancia hasta el suelo. Imaginas el impacto. Algo te llama desde hace tiempo. Y desde hace tiempo regresas, para espantar las pesadillas que te muerden por la noche. Es la sensación de siempre. Tu incapacidad para conservar todo aquello que amas.
Apoyas la frente en el cristal. El radiador te calienta el sexo y las piernas. Por la avenida pasan corriendo dos mujeres. Es muy pronto aún. En el edificio que tienes delante las persianas siguen bajadas. Lo has dejado en la cama. Dormir con él es precipitarse al vacío a cada instante. Bostezas, muerto de sueño. Un coche blanco que conoces sale de una calle con nombre de escritor. Es la hora de volver a las ruinas del hogar. Bajas la mirada, pero no vas a entrar en el túnel. Preparas la leche, las tostadas y el zumo de naranja. Abres la puerta de la habitación. Reconocerías el olor de su piel en cualquier parte del mundo. Te tumbas a su lado y le besas la cabeza. Te abraza con fuerza. Papá, esta noche he soñado con tigres y dragones.
Piedras como símbolos. Has regresado al escondite de los primeros juegos. Te ha costado llegar. Ahora se las entregas a ellos, y les explicas su significado. Las miran con curiosidad. El mayor hace una pregunta, ¿qué edad teníais? Cierras los ojos y respondes, éramos muy jóvenes, estábamos enamorados. Interviene la pequeña, pero el amor se acaba. No siempre, aunque no eres tú el que habla. Las guardan en sus estuches. Corazones como piedras que les recordarán de dónde vienen.
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