TITULO: 7 DIAS CITAS , SI TIENES MINUTOS Y DESCANSO - ¡ BUENOS DIAS JAVI Y MAR ! - CADENA 100 - CALLEJEROS - Solo se mueren los tontos ,.
¡ BUENOS DIAS JAVI Y MAR ! - CADENA 100 ,.
Lo mejor del programa ¡Buenos días, Javi y Mar! que se emite cada mañana en CADENA 100 de 06:00 a 11:00 y que presentan Javi Nieves y Mar Amate,etc.
Al rincón de pensar - Martes - 25 - Junio ,.
Al rincón, anteriormente conocido como Al rincón de pensar, fue un programa de televisión español en el que cada semana dos personajes de plena actualidad (cantantes, políticos, actores, deportistas) se someterán a las preguntas Risto Mejide en su particular rincón. Se emitió los martes a las 00:00 horas en Antena 3., etc.
Solo se mueren los tontos,.
foto / Jamás había preparado tanto un libro, pero al contarle estos detalles previos a un escritor consagrado me aseguró que mi esfuerzo fue lo contrario a titánico, además de parecerle irresponsable. Pero yo llevaba meses tomando notas sobre ideas, no muy profundas, que nunca dudé podría exprimir con acierto en base a un personaje único: Amador Paneque; o sea, usted mismo. Estaba tan seguro de lo que preparaba que me prometí superar las quinientas páginas, no sólo por escribir un libro gordo para poder contárselo a los amigos frustrados, sino por la seguridad que se gestaba en mi interior, capaz en aquellos días de haber elevado el proyecto hasta esas miles de páginas de aquel En busca del tiempo perdido. Pero claro, ¿y quién era Proust? O sobre todo, ¿qué es ahora de él? Por lo que, en estos tiempos que corren, no se deje nada en el tintero porque, muy probablemente, cuando deje de respirar, entre sus herederos y la desidia general, usted dejará de existir para siempre y en cualquier formato.
Yo llegué a finales de enero de 2017 a Nueva York, al apartamento de mi mecenas, cuando casi todos los que viajan a Manhattan y alrededores, a veces muy lejanos, aterrizan en una habitación compartida o sobre un parque sin seguridad privada. Al entrar al salón, sesenta botellas de tinto en un surtido idílico me esperaban junto a sus gatos: desde variedades zinfandeles californianas a tempranillos riojanos pasando por excelsos jugos de monastrell yeclanas. El billete de avión también me lo sacó ella en base a la acumulación de puntos con su compañía aérea. En el fondo, cualquier excusa para el que cree pecar es buena. Y yo era el pobre al que sentar en la mesa. Claro está que, como paupérrimo, me fundí todo su congelador, el aceite de oliva que contenían latas de diseño, además de que le trinqué un cepillo de dientes que guardaba en su despensa y me planteé a solas conmigo mismo, ya sin aprovecharme, si mi vida no era en realidad la vida de uno de esos escritores malditos, en este caso con suerte: uno que nunca se muere aunque sigue bebiendo y, sobre todo, viviendo. Putos perdedores todos aquellos que se mueren a los veintisiete años y hacen felices a los que gestionan las páginas de cultura de tantos diarios. Yo lo haré mucho más adelante y también coparé portadas. La arruga es bella si se genera desde el placer más extremo.
No he oído de nadie que para escribir un libro le hayan puesto un apartamento en una de las mejores zonas de Manhattan. Jamás un solo escritor, por muy alcohólico que fuera, arribó a un trastero alguno de ciudad tercermundista con botellas de rones u otros licores, por doquier y subvencionadas. No olviden que no pagué mi pasaje. Y sí, fue en turista. Pero porque no apreté. Y mi futuro ya está escrito: a la siguiente, en casa de alguno de esos actores hollywoodienses que por mucho que ingresen, se droguen e interpreten siempre les falta algo. Ese vacío interior con el que te obsequia el éxito basado en millones de parias subidos a tu chepa. Yo por eso escribo y sólo minorías —probablemente también conformadas por no pocos parias— me hacen algo de caso.
Jamás seré maldito. Y gracias a Dios. Aunque me faltaron cien botellas de vino, las cuales adquirí, tantas veces, a través de una cuenta de no sé qué distribuidor en internet de mi querida mecenas: volvía a pagar ella. Mientras, leía a Maiakovski, a José Luis Parra, a Ángel González, a José Watanabe, a Pedro Flores y daba forma a la obra; a mi obra magna. Escribía tres o cuatro mil palabras diarias. A veces más. Y sin rechistar. Y si no escribía más era porque el tinto acababa por inutilizarme en la literatura para sacarse de la chistera numerosísimas pajas, algunas extremadamente creativas, con una media tomada prestada de la dueña ahorcando mi cuello, y yo celebrando no ser tan estúpido como lo fue David Carradine. Los gatos me miraban como el que mira a un mendigo desde un cajero automático. Pero allí nadie quitaba ojo de cualquier novedad. Mientras eyaculaba desanudé la media. Y claro, aunque perdí algo de placer, ahí debió de estar el truco para que ustedes puedan leer el making of de Últimas esperanzas. ¿Qué estaría escribiendo, o rodando, el bueno de Carradine cuando se murió en pleno orgasmo? Mejor morirse con la librería leída por completo y la bodega completamente vacía. Que sólo queden sus chascarrillos.
Como Amador Paneque, protagonista de la obra, anduve cerca de la mendicidad. Cada cajero, durante ese infernal invierno —exactamente los inviernos que uno ama, por echarlos de menos, tras tanto sudeste asiático—, daba cobijo, por llamarlo de alguna manera, a todos aquellos mendigos, que ni mucho menos eran negros o latinos en su totalidad, ya que los rednecks de Jim Goad realmente existen. Cada escorzo durante esos noventa días me valió para darle forma a Últimas esperanzas, en sí una guía de Nueva York no precisamente al uso y un golpetazo en las sienes de los que se conforman con sólo mirar dentro de sí mismos. Porque Amador Paneque somos todos. Se lo aseguro. Como todos los mendigos ni son ni negros ni latinos. Los blancos que agonizan, por ser menos, y sobre todo blancos, no son tenidos en cuenta.
Comencé levantándome a las siete de la mañana. Como no tenía paciencia ni crítica cercana que me descosiera la moral, descorchaba junto al desayuno, ni siquiera después. Tras salir a pasear, extasiado en pleno mediodía soleado y árido de frío y viento, regresaba a casa saneado para volver a darle a la tecla y a la botella. Nuevamente descosido, con los gatos con gesto de máxima audiencia, me pegaba siestas, que por su duración, se confundían con las noches, que a los escasos días, se convirtieron en horas de producción; porque escribir de noche es como follar de adolescente: sabes que es la auténtica verdad: mientras todos sueñan tú ejerces. Luego me levantaba, desnortado, tratando de recordar dónde estaban mis ansiolíticos franceses; en qué repisa o bolsillo. Después, comía los potajes que me cocinaba con antelación —garbanzos con bacalao, guisos de verduras, lentejas con chorizo riojano…— y volvía al tinto y la ejecución táctil-sensorial. Jamás fui más feliz. Y para todo esto no habrá doctor que me llegue a justificar lo contrario. Y mucho menos a ustedes, a los que algo tengo en consideración. Salía a la calle, repleta de nieve y hielo, y notaba que flotaba: los perros también me miraban, sus dueños se escoraban, y hasta la policía me llegaba por la cintura. El LSD habría sido, por primera vez en mi vida, peccata minuta.
Escribir un libro es como follar corriéndose durante medio año seguido. No hay manera de detener el placer. Yo jamás he padecido ese asunto de la página en blanco; tampoco el de la eyaculación precoz. Eso sí, corregir, depurar, atreverse a borrar, comenzar de nuevo y derivados, son tsunamis contra mi línea de flotación. Pero repito: escribir, y más en aquel crudo invierno neoyorquino, donde visité museos y odié a tantos transeúntes como artistas de pacotilla, fue un placer tan grande que sólo me salió una novia en tres meses: una china-americana que me pagaba las botellas externas y me llevaba a teatros de serie b: otro placer más; el enésimo. Juro que ni la toqué. Fui el auténtico gigoló de la auténtica sometida a su propio sufrimiento.
Voy camino de trece años fuera de España y algunos compatriotas me recuerdan que no es bueno llamar la atención. Pero sí: yo tengo una mecenas en Nueva York, además de que escribo libros de casi seiscientas páginas sin mucho esfuerzo mientras cocino potajes, descorcho tintos y me masturbo con vídeos, tantas veces, imposibles de justificar. La última vez: un negro, o con las piernas enanas o con el pene gigantesco, horadaba a una oriental de sonrisa influyente y sorprendentes cavidades entre el estómago y por donde sale la orina. Luego que si hay mulas y narcos. Algún día mediré los culos horadados de los gays. Aún nos queda tiempo.
Amador Paneque, como yo, desea ser editado en los Estados Unidos. ¿O es que algún anticapitalista procastrista que compra sus muebles en IKEA desearía no serlo? El dinero sería la única manera de poder soportar el no volver a ser invitado a Manhattan. Las cebollas en la 51 con la Primera a 10 diez dólares el kilo. Las cajeras, sueños que ya pertenecen a la vida de un Amador que, y por supuesto, no quiere saber nada de corrillos literarios, premios previamente decididos, reseñas pagadas en prostíbulos o gramos, cortados o sin cortar, que él nunca abona.
Pero recuérdenlo siempre: escribir con una meta y conseguirla siempre superará al placer que usted se restregará por sus pectorales cuando lea mi último milagro: sesenta botellas de vino que se quedaron cortas y un personaje tan único que daban igual las esperanzas que le quedaran. Cuando hacía mi maleta camino del JFK, uno de los gatos lloró. O eso creí ver. Amo la vida. O al menos la mía. Porque mi felicidad solo consiste en escribir. Y Últimas esperanzas es mi priapismo literario.
TITULO: LA NOCHE LARGA, MUJERES EN PRIMERA LINEA, - LA CHICA LUNES - 24 - Domingo - 23 , 30 - DOS DIAS Y UNA NOCHE - MARTES - 25 - Junio - Sarah Polley - Ese flato,.
DOS DIAS Y UNA NOCHE - MARTES - 25 - Junio ,.
El programa está conducido por la periodista catalana Susanna Griso. Cada semana visitará la casa de un personaje famoso relevante y mediante el hilo conductor de la entrevista, irá desgranando la vida de los famosos. Como novedad la periodista se instalará en las casas de los invitados durante dos días pasando una noche allí. El MARTES - 25 - Junio - , a las 22:40 por antena 3, etc.
LA NOCHE LARGA, MUJERES EN PRIMERA LINEA, - LA CHICA LUNES - 24 - Domingo - 23 , 30 - DOS DIAS Y UNA NOCHE - MARTES - 25 - Junio - Sarah Polley - Ese flato,.
Sarah Polley - Ese flato,.
foto / Sarah Polley,.
Soy yo, menos el raciocinio y la afectividad”, no es difícil concluir que se refiere a una generación que alcanzó la cumbre de su edad hace ahora cien años. “Y entonces —continúa Pessoa con el verbo de Soares—, porque el espíritu humano tiende naturalmente a criticar porque siente, y no porque piensa, la mayoría de los jóvenes ha escogido a la Humanidad como sucedáneo de Dios”. Así, a medida que abundan en el tema, en su desasosiego, el eterno vecino del Chiado lisboeta y su semi otro yo escriben: “Pertenezco, sin embargo, a esa especie de hombres que están siempre al margen de aquello a lo que pertenecen, no ven sólo la multitud de la que son, sino también los grandes espacios que hay al lado. Por eso no he abandonado a Dios tan ampliamente como ellos ni he aceptado nunca a la Humanidad”.
Yo, que no creo ni en Dios ni en la Humanidad, excusaré decir lo que me parecen sus nuevos paladines: los activistas, esos prosélitos hasta la vehemencia de cualquier causa. Hoy no vengo a escribir sobre esa Sarah Polley activista, esa de la que hablan todas sus noticias biográficas, tras reseñar su actividad cinematográfica, que perdió varios dientes al enfrentarse a la fuerza pública, con 17 años, en una manifestación contra los conservadores convocada en Toronto. En pleno siglo XXI, esos compromisos —que ya se vieron en la Joan Baez de hace 60 años y en tantas y tantas chicas de mi adolescencia— quedan más cerca de la bendición y la prebenda, del martirio, de la santidad incluso, que de los estigmas, las condenas y las maldiciones. Son cosas de buena chica, y a mí me gusta escribir sobre chicas malas, sobre aquellos que habitan o se mueven en los grandes espacios que hay a ambos lados de la multitud.Los paladines de las masas y las grandes causas ya tienen suficientes exégetas por doquier, donde quiera que vayan. Nunca hallarán en mí a uno más. El martirio —que viene a ser perder los dientes manifestándote contra “los fachas”— es un primer paso hacia la santidad; muy por el contrario, el olvido es cuanto aguarda a los malditos, a los condenados por la multitud.
Nacida en Toronto en 1979, Sarah Polley debutaba en el cine seis años después. Navidades mágicas (Philip Borsos, 1985), su primera película, fue una producción de la Disney rodada en Canadá. En sus secuencias, las audiencias descubrieron a la que habría de ser una prominente actriz infantil a ambos lados de las cataratas del Niágara.
Desde aquella primera cinta, su actividad cinematográfica fue continuada. Tuvo su mejor creación en la Sally Salt de la versión de Las aventuras del barón de Munchausen (Terry Gilliam, 1988). Pero donde cobró notoriedad fue en la pequeña pantalla. Protagonista de series como Ramona (Randy Bradshaw, 1988-1989), basada en historias tan edificantes para los pequeños como las contadas en sus cuentos por Beverly Cleary —celebrada autora infantil en 20 idiomas—, fue también una de las principales intérpretes de Camino a Avonlea (Fiona McHugh, 1990-1996). Esta última, sobre los relatos de Lucy Maud Montgomery, fue la que le proporcionó a la joven Polley la independencia económica. Así las cosas, siendo aún menor —15 primaveras— decidió irse a vivir con su amor de entonces: un sujeto 20 años mayor.
Seguro que a la Disney, que había adquirido los derechos de emisión de Camino a Avonlea, no le hizo ninguna gracia que ese talento temprano de la interpretación que era esa adolescente en la que habían puesto tantas esperanzas se “amancebase” —estimarían ellos— con un hombre que perfectamente podría haber sido su padre. Por su parte, Polley declaró que la serie se estaba convirtiendo en algo demasiado estadounidense y la abandonó. En realidad, el desencuentro entre el estudio y la joven prodigio venía de antiguo. Ella sólo tenía 12 abriles, los ánimos aún estaban encendidos por la Primera Guerra del Golfo, cuando, en contra de lo indicado ex profeso por los responsables del estudio, se presentó luciendo un signo de la paz en unos premios infantiles entregados en Washington.
Lo mío fue el pacifismo de esas hippies de los años 70 que inauguraron mi educación sentimental. No me interesa la causa de la entonces joven Polley. Ni entro ni salgo en grandezas como la paz mundial, la bondad infinita de los pobres o la inocencia inmaculada de los niños; me interesa el efecto: la Disney la estigmatizó por aquel signo de la paz. Sarah Polley se convirtió así en un precedente de Miley Cyrus y su ruptura con la casita de Mickey Mouse, que podríamos decir. Esa Sarah Polley es la que me interesa.
De una u otra manera, todos los niños prodigio, apenas cambian la voz, se convierten en unos desequilibrados. Lo más frecuente es que se alcen contra sus padres, que hicieron de ellos su gallina de los huevos de oro. Recuérdese a Macaulay Culkin o a Britney Spears.
Muy por el contrario, Polley demostró una madurez insospechada. Tanto fue así que, cuando cualquiera hubiera empezado a protagonizar esas comedias románticas que tanto gustan en la cartelera comercial, ella demostró ser lo suficientemente adulta —aunque aún no tuviera ni 20 años— como para abandonar ese cine tan comercial como falto de interés para cualquiera que busque en una película algo más que una mera distracción.
A este respecto, su encuentro con Atom Egoyan, uno de los realizadores más sugerentes de la pantalla canadiense de los años 90, fue muy significativo. Su primera colaboración se produjo en Exotica (1994), una obra maestra en torno a un local de striptease, un inspector de hacienda y una stripper —Christina (Mia Kirshner)—, quien se desnuda todas las noches para deleite de la clientela del Exotica —el local que da título al filme— mientras su antiguo novio pone la música y aporrea a quienes no se conforman con mirarla.
Después llegó El dulce porvenir (1997), una polifonía sobre el siniestro de un autobús escolar, en la que Polley se alza como protagonista absoluta. Distinguida en Cannes con el Grand Prix del jurado, algunos críticos fueron a ver en ella una especie de reinterpretación de El flautista de Hamelín. Pero nadie puso en duda que el personaje de Polley (Nicole Burnell) era el que se alzaba como voz de la conciencia de esa comunidad rural, protagonista de la polifonía, que había perdido a sus hijos en el accidente del autobús. Muy en la línea, ciertamente, de la Polley activista.
Convertida así en una de las grandes actrices del cine de autor canadiense, David Cronenberg la incluyó en el reparto de eXistenZ (1999), su extraña fantasía sobre los videojuegos. Al otro lado de las cataratas del Niágara, Hal Hartley la contrató para protagonizar No Such Thing (2001), un interesante acercamiento al cine de terror desde una nueva perspectiva. Para entonces, en el Reino Unido, Michael Winterbottom ya le había confiado el personaje de Hope Dillon en El perdón (2000).
Pero habría de ser la española Isabel Coixet quien concibiese algunos de los papeles más destacados en la filmografía de Sarah Polley. El primero fue la Ann de Mi vida sin mí (2003); el segundo, la Hanna de La vida secreta de las palabras (2005). Esta última es una mujer que no oye y, cuando no quiere saber de la gente, desconecta su audífono. Su silencio entraña uno de los más estremecedores alegatos contra la barbarie de las guerras que desatan los nacionalismos exacerbados de los que yo he tenido noticia. Aplaudo con entusiasmo esa creación. Ese fue el verdadero alegato a favor de la paz de Sarah Polley e Isabel Coixet, y no el de la niña rebelde que, por molestar a los responsables de la casita de Micky Mouse, se presentó luciendo el símbolo de la paz en aquella ceremonia en Washington. Una cosa es la pancarta y el pastoreo de las masas por la calle y otra —ésta, incontestable— la denuncia de las atrocidades perpetradas en las guerras de la antigua Yugoslavia. La vida secreta de las palabras es la historia de una antigua estudiante de medicina en Dubrovnik. Al cabo de los años, decide tomarse unas vacaciones en una plataforma petrolífera, empleada allí como enfermera de un tipo medio abrasado y sin más distracción que la oscura poesía de un oceanógrafo que cuenta las olas. Lo que se nos dice cuando Hanna se suelta a hablar aún me tiene conmovido.
Entre los siguientes títulos de la Polley actriz hubo cintas como Llamando a las puertas del cielo (Wim Wenders, 2005) o Splice: experimento mortal (Vicenzo Natali, 2009), una vuelta a la pantalla canadiense que resultó ser una de las películas más escabrosas y sugerentes de su tiempo. Su asunto nos contaba la dramática historia de dos ingenieros genéticos que, traspasando los límites de la moral establecida en estos casos, deciden crear un nuevo ser mezclando dos tiras de ADN de animales diferentes. Polley interpreta a uno de los científicos —Elsa Kast—, pero las consecuencias de su híbrido serán desastrosas para todos. Splice: experimento mortal es una de las variaciones del tema del mad doctor más interesantes que se han visto en lo que va de siglo. Pero la carrera interpretativa de la actriz ya estaba tocando a su fin.
Algo me lleva a pensar que la Sarah Polley realizadora, quien, tras varios años dirigiendo cortometrajes se estrenó en el largo adaptando un cuento de Alice Munro sobre el Alzheimer en Lejos de ella (2006), pudo elegir a esta autora por lo próximo que ha de sentir el universo de Munro. Como es sabido, las historias de esta escritora se caracterizan por lo firmemente enraizadas que están en Canadá. Más concretamente en Ontario —en el condado de Huron—, la misma provincia cuya capital vio nacer a nuestra cineasta de hoy. Saludada por la crítica con entusiasmo y llena de genuina emoción, Lejos de ella se mueve siempre entre el olvido y la memoria de Fiona (Julie Christie) la mujer que decide ir voluntariamente a una residencia para vivir con su mal, dejando al hacerlo desconcertado a su marido, Grant (Gordon Pinsent).
Aquello fue todo un anticipo de lo apegado a la realidad —a la realidad que se desmorona— que iba a estar el cine de Sarah Polley: apegado a la realidad en cuanto al fondo, y en cuanto a la forma siempre alejado de la comercialidad del mainstream. Tanto ha sido su afán de verdad que en Stories We Tell (2012), un documental sobre los secretos de su propia familia, llegó a contar que su verdadero padre no fue el actor británico Michael Polley, quien le dio el apellido, sino Harry Gulkin, un productor con el que su madre, la también actriz y directora de reparto Diane Polley, tuvo una aventura mientras ambos trabajaban en Montreal.
Ellas hablan (2022), sobre un grupo de mujeres de una comunidad menonita de Bolivia que se plantean su fe, es su última cinta hasta la fecha. Seguro que nos aguardan muchas buenas películas de Sarah Polley y seguro que sus frecuentes detenciones por sus activismos múltiples no impiden esa brillante carrera que la espera. Hoy por hoy, esas solidaridades no suelen tener consecuencias negativas. Antes, al contrario, son un camino a la santidad. La heterodoxia en Polley viene dada por su filmografía.
TITULO: Viajeros Cuatro - El alma de Londres ,.
El Miércoles - 26 - Junio a las 22:45 por La
cuatro,foto,.
El alma de Londres,.
Charles Dickens (1812-1870) es un fantasma que nos acompaña cada vez que visitamos Londres. Vemos la ciudad como una actualización de aquello que él nos relató en sus ficciones, que agarraban el humus de las calles que él estaba viviendo para mostrarnos la necesidad imperiosa de ser unas personas morales. En realidad, tal y como comprobamos en esta recopilación de textos periodísticos, la moralidad que él defendía era bastante ortodoxa, si entendemos la ortodoxia moral como la obligación de ser generosos y solidarios. Es muy posible que jamás debiéramos haber salido de esa ingenuidad, de ese espíritu naíf que por momentos recorre los cuadros que nos hace ver Dickens. Era un momento en el que no se había extendido el estilo de la crónica que actualmente identificamos como la sacudida de la realidad, y tanto su lenguaje como su estructura nos resultarán muy coloquiales: salgo a la calle y observo, entro en un lugar y me doy cuenta, he oído esto y esto es lo que me han respondido. Dickens resulta ser algo semejante a un flâneur, pero a diferencia de estos paseantes lo que se impone no es una cierta languidez, un tono de malestar o una mirada empañada: Dickens es un observador nítido, directo, un tipo que experimenta en carne viva lo que sucede a su alrededor. El insomnio resultó serle de una utilidad creativa increíble a este clásico inglés.
El mundo funciona como algo muy práctico, como la consecuencia de sucesos y acciones concretas, y existe un grupo de personas que deciden. A partir de ahí, la única salida que le queda a la mirada de quien intenta dar fe de cómo funciona el mundo es atenerse al sarcasmo, al esperpento, a la caricatura, cuando lo feo está demasiado presente. Esta fealdad podría ser el resultado de la miseria que estas decisiones han producido, o las costumbres bastante inexplicables que se han impuesto, los paradigmas que aceptamos por el simple motivo de que las cosas siempre se han hecho así. Junto a ese humor, Dickens se muestra siempre compasivo, idealista, pero sin reclamar la revolución, la revuelta o la toma de armas. Convencido de que la sociedad civil se puede organizar para modificar la política, leemos a un hombre que confía en que lo importante es la bondad, y que a esa conclusión le lleva la indignación consecuente de lo que va denunciando.
La lectura de estos textos resulta de lo más instructivo en la actualidad, pues nos lleva a preguntarnos qué ha sucedido a lo largo de estas décadas para que no sintamos como siente Dickens, con eso que es innegablemente humanidad, y nos lleva a una nostalgia que hasta ahora no conocíamos: la de echar de menos la bonhomía. «Magnificencia, miseria, belleza y carroña», es la enumeración que Dolores Payás indica, en el prólogo, como núcleo que condensa estos escritos. Payás hace una labor estupenda, añadiendo pequeñas introducciones a cada uno de los bloques en los que divide la edición, que son bloques temáticos: la descripción del país, la descripción de la pobreza, la justicia, la corrupción política, los paseos al inicio o al final del día, etc. En cada uno de ellos Dickens nos demuestra que observar es reflexionar, porque de todo lo que configura la realidad va prestando atención a las cosas que de verdad deberían importarnos, que son aquellas que nos hacen cuestionarnos nuestra humanidad, es decir, todo lo que se supone que nos sirve para hacernos mejores personas.
TITULO: Ven a cenar conmigo - EL HOROSCOPO - José Calvo Poyato - «Mariana Pineda es en realidad el espíritu de la bandera pero no su bordadora»,.
José Calvo Poyato - «Mariana Pineda es en realidad el espíritu de la bandera pero no su bordadora»,.
foto / José Calvo Poyato: «Mariana Pineda es en realidad el espíritu de la bandera pero no su bordadora»,.
«Mariana Pineda es una heroína desconocida para muchos españoles y andaluces, símbolo de la represión absolutista del reinado de Fernando VII, Federico García Lorca le dio fama mundial al convertirla en la protagonista de una de sus obras de teatro. Sin embargo, además de todo lo anterior, la vida de Mariana es la de una mujer que decide participar de manera directa en los avatares de su tiempo, tomando partido en intrigas políticas contra el poder pero también sosteniendo una posición de libertad personal saliéndose de los márgenes que la sociedad del siglo XIX otorgaba a su sexo. José Calvo Poyato acaba de publicar en Plaza&Janés «Mariana, los hilos de la libertad», una novela que muestra perfiles hasta ahora desconocidos del controvertido personaje histórico.
–¿Cómo es que Mariana Pineda no bordó ninguna bandera?
–(Risas) Porque la verdad es que no bordó ninguna, ya que lo que ella hizo fue un encargo. La importancia de esa bandera es que se convierte en la prueba de cargo en el juicio en el que la someten para condenarla. Ella la encarga a las bordadoras profesionales del Albayzin y es en realidad el espíritu de la bandera pero no su bordadora.
–¿El mito se ha comido al personaje histórico?
–Creo que aquí el hecho material de la bandera en sí no es lo importante, sino que se le encargue una bandera que en opinión de las autoridades absolutistas llama a la sedición. La clave está en quién hace el encargo. No creo que el personaje histórico haya sido arrollado por el mito, lo que sí está claro es que tiene mucha fuerza y está relacionado con el deseo de convertir a Mariana en una figura popular, en el sentido de perteneciente al pueblo, y verla como bordadora es un elemento que la acerca a ese pueblo. Sin embargo, si aparece como una dama de la pequeña aristocracia granadina pierde parte de ese aura que los liberales quisieron darle en el siglo XIX. Lo mismo sucede con Pedrosa, el subdelegado de la Policía de Granada, pieza clave en la condena, a quien Federico García Lorca lo convierte en un amante despechado. Nos encontramos más con un policía que quiere hacer carrera que con un individuo que se siente ofuscado por el rechazo de Mariana.
–¿Hay mucha diferencia entre el personaje real y el literario?
–Mariana es una mujer, y en este sentido, sí hay cierta relación. Es una mujer que no se adapta a los cánones que la sociedad de su tiempo tiene para ella. El propio hecho de que participe en reuniones políticas clandestinas no es lo que se esperaba de la mujer en su tiempo. En aquella época la política era reservada a los hombres y la mujer tenía muy poco sitio. Por otro lado, su vida sentimental, queda embarazada muy joven, está al margen desde muy pronto y eso está mal visto por la sociedad granadina del momento. Por eso, la imagen que escribe García Lorca, de presentarla como una mujer que no se adapta a su época, es muy correcta. Luego, ese enamoramiento de Pedrosa es lo que no responde a la realidad.
–Además, ella defendía a unos liberales que nada tienen que ver con los que hoy se denominan liberales.
–Es un concepto de liberalismo del siglo XIX que no tiene nada que ver con el que se usa hoy salvo cuando lo hacemos en términos históricos. Los liberales de entonces quieren recortar los poderes del Rey y que el imperio de la ley esté impuesto para que afecte a todos los ciudadanos, pero pensando siempre en volver a la Constitución del Doce. Incluso ellos defienden una monarquía constitucional, ellos lo que buscan es un monarca que debe estar sometido al imperio de la Constitución, que es lo que no hacía Fernando VII.
–El PSOE ha afirmado hace poco que es un partido republicano, pero que no cree que sea un proceso viable. ¿Estamos ante un nuevo «¡Vivan las cadenas!»?
–No, creo que el «¡Vivan las cadenas!» es un apoyo al absolutismo, porque el cambio mental de una sociedad requiere de mucho tiempo, un cambio cronológico y lento. Aquí se hizo una Constitución en 1812 que pudo oler como antifrancesa, aunque en el fondo, la idea de Constitución llega con los franceses, que son los hijos de la Revolución de 1789. Para algunos españoles, esa idea podía tener semejanzas con los franceses y eso provocaba un rechazo importante. Por otro lado, las formas de gobierno tradicionales contaban con el apoyo de sectores muy importantes en la sociedad como la propia Iglesia. Los liberales eran muy pocos y se necesitaba de mucho tiempo para cambiar las cosas.
–De todas formas, en el siglo XIX no tiene mucho sentido declararse republicano y negar que pueda alcanzarse la República en España en algún momento.
–Eso es una contradicción en todos sus términos.
TITULO: Batalla de Restaurantes - Cocina - Una botella de anís ,.
Una botella de anís ,.
foto / Una botella de anís,.
Muchos de ustedes los conocieron: Compañía internacional de coches cama y grandes expresos europeos, estaba rotulado sobre las ventanillas. Hasta el nombre evocaba glamour y aventura. Uno se acostaba en Madrid y se despertaba en París o en Lisboa. También podía disfrutar de una buena cena en el vagón restaurante cuando por el pasillo un empleado agitaba la campanilla anunciando «Primer turno… Segundo turno» como Louis de Funès en la película Fantomas. Llegabas descansado, duchado y desayunado. Era una forma cómoda y agradable de viajar. Un servicio que, con las limitaciones propias de los tiempos, se mantuvo operativo hasta no hace mucho. Lo caro del asunto quedaba compensado al ahorrarte dos noches de hotel por viaje; así que frente a las incertidumbres y humillaciones de los aeropuertos, el coche cama o el más económico vagón de literas ofrecían una alternativa estupenda. Nunca fui a París de otro modo mientras los trenes nocturnos de Renfe funcionaron. Me gustaba ir en ellos. Por desgracia, esa compañía que antes llamaba pasajeros a los viajeros y ahora los insulta llamándolos clientes suprimió el de París, condenándonos al avión. Pero mantuvo el de Lisboa. Y en él viajé el otro día. Para mi desdicha.
Eran los mismos vagones de la última vez, hace cinco o seis años. Pero con el deterioro, no reparado por nadie, de todo ese tiempo. Una especie de caspa ferroviaria. Subí al vagón con desasosiego al comprobar el escaso mantenimiento general. No había ningún empleado en el andén, así que busqué mi departamento y me metí en él. Al rato apareció un señor portugués bajito y se quedó parado en la puerta, mirándome con cara de preguntarse qué haría allí aquel pringado. Me pidió el billete de ida –rompió el de vuelta al cortarlo con mucha torpeza– y le di una propina generosa, natural para alguien que supones, según las viejas tradiciones de los coches cama, que va a ocuparse de tu bienestar durante toda la noche. Y confieso que su expresión de indiferencia al guardarse el billete me alarmó. Va a dar igual que me des propina o no, decía aquel careto. Para lo que hay.
De lo que había -especialmente de lo que no había- me iba a enterar pronto. De momento observé que el cuarto de baño no ofrecía más que una toalla cutre, una botellita de agua con un vaso de plástico rajado y un neceser elemental, querido Watson. Luego, al poner un libro en un soporte de plástico, el soporte se partió con toda la naturalidad del mundo, llenándome la moqueta –que era raída y algo mugrienta– de incómodas esquirlas. Decidí consolarme en el vagón restaurante con una cena razonable, así que salí al pasillo y busqué el vagón, sin encontrarlo. Pero di con el bar. Allí estaba el empleado bajito de antes, transformado en camarero. Seguía teniendo una gracia como para bailar sevillanas. Por suerte había otro camarero portugués alto, más simpático, que a mis preguntas respondió que ya no había vagón restaurante, y que para comer algo estaba aquel bar. Y qué tiene el bar, pregunté; a lo que respondió señalando melancólico un rincón donde había exactamente un minibotellín de vodka, otro de whisky y otro de anís del Mono, dos kit-kat, galletitas saladas y dos donut. Entonces, de vinos ni le pregunto, dije. Hace bien, respondió el camarero, porque sólo tengo una botella de vino blanco. Pero puedo ofrecerle un filete a la plancha. Me lo puso, y tras varios asaltos dejé el vino intacto, el filete a la mitad y el cuchillo doblado encima.
De regreso a mi departamento vi que una puerta estaba abierta, como en las películas de espías. Iba y venía con el traqueteo del tren. Es justo lo que faltaba, pensé, para que todo sea igual que aquellos trenes cutres de los años cincuenta en los países del Telón de Acero. Por supuesto, no había ningún empleado a la vista. Cerré la puerta preguntándome si alguien se habría caído por ella, y me fui a dormir. En peores trenes viajaste, me dije. Tómalo con calma. Por la mañana, a una hora de Lisboa, me puse bajo la ducha, abrí el grifo y no salió más que un débil chorrillo de agua fría, luego un gorgoteo agónico y por fin, nada. Silencio administrativo. Ingenuamente había empezado a enjabonarme, así que me enjuagué al estilo Sarajevo, con la botellita de agua y otra que, previsor, había comprado en la estación. Después de vestirme reincidí en lo del bar. Los tres minibotellines y los donut habían desaparecido. Pedí un café con leche y el kit-kat que quedaba. Ya sólo falta que me canten un fado, pensé. Los camareros. Que no se me olvide darle las gracias a Renfe por esta noche deliciosa.
Y aquí me tienen, oigan. Dándoselas.
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